Cristina López Schlichting
Sínodo: la verdad y la Ley
He escrito muchas veces del sufrimiento de los divorciados vueltos a casar, de los homosexuales y de todas las personas que tienen dificultad para comulgar o recibir la absolución. Y ahora me duele que algunos se desconcierten porque se hable de todo esto en Roma. Me gustaría apuntar humildemente que existe el riesgo de confundir la verdad y la Ley, incluso identificarlas, lo que nos convertiría en fariseos. Fariseos honestos y clásicos, pero fariseos al fin y al cabo. La Iglesia tiene el inmenso consuelo de saber que la verdad existe y se llama Cristo. Eso no significa, sin embargo, que los cristianos lo sepamos todo. Vamos caminando hacia Jesús, como podemos, no siempre fácilmente. A veces no lo comprendemos, o nos lleva tiempo. En este camino nos ayudan la historia y los acontecimientos, la experiencia. Observo cierto miedo a los cambios y puede que no en todos los casos venga del celo por la verdad. El temor es parte de la vida, porque a nosotros, pobres hombres, nos quedan muchas cosas por saber; en el más allá desde luego, pero también aquí. En ese proceso es muy consolador reconocer principios sólidos. Nos hace sentir seguros. Pero hay una distancia entre amar esos principios y sustituir la Verdad por ellos. Jesús es un amor cercano y a la vez inabarcable. El problema es que aprender, cambiar, es molesto. Supone una zozobra, un riesgo, un abrirse a otro, un no tener la sartén por el mango. ¿Pero acaso Pedro tenía la sartén por el mango cuando su Señor lo reprendió duramente? ¿O los apóstoles, cuando les afeó querer ser los primeros? ¿O los mercaderes, cuando entró enfadado en el templo? Es cómodo hacer de la fe una lista de principios y normas, una autopista bien señalizada. Pero el Misterio de Dios no es una autopista, es una brisa. Ojo, no me estoy burlando de certezas eclesiales como el matrimonio indisoluble, la sana sexualidad, el pecado. Estoy hablando de dolor. Del dolor de todos los que somos pecadores, del desconcierto ante los problemas de la vida y de la sorpresa cuando el Señor nos «primerea» y nos dice lo contrario de lo que todos pensaban que debía decirnos: «Nadie te ha condenado»... «Yo te daré de esa agua que salta hasta la vida eterna»... «Baja, hoy voy a cenar en tu casa». Él cambió las leyes que los fariseos tenían por sagradas. Él es el Señor del sábado, de la Ley y de la historia. Y es mejor la sorpresa que Él nos da –aunque nos descoloque– que nuestras pobres y miserables medidas.
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