José Luis Alvite

Sintaxis de agua

Sintaxis de agua
Sintaxis de agualarazon

Que durante mi niñez tía Pepita me distrajese de jugar con las niñas sirvió para que me interesase enseguida por aquel higiénico mundo de faldas y de gestos, aquel orbe suave y delicado, sin gritos ni aspavientos, en el que no ocurría nada que resultase rudo, escandaloso o abrupto. Las niñas eran dulces y obedientes, no se metían en jaleos, casi nunca tenían sed y apenas hacían de vientre. Sus cuerpos eran como una sintaxis de agua recién lavada. Después maduraban en silencio y podía ver como se desenlazaba en su cuerpo el nudo corredizo de la pubertad, el palpitante ganglio de la feminidad, el linfa misterioso que yo imaginaba goteando a oscuras en la cripta de sus románicos vientres de cera. Nada de aquel mundo me estaba permitido. Era algo que ocurría en riguroso secreto, aromáticas vidas delicadas y distintas que representaban un misterio insondable al que no podría acceder sin que recayese sobre mi conciencia el peso ominoso del pecado. Yo las acechaba fascinado por aquel silencio abacial y por su encanto, atento a que pasasen a mi lado y aspirar con los ojos cerrados el aroma vocalizado de su pelo, el sabor santoral de su aliento, y aquellas voces reflexivas y pausadas, mientras desde el otro lado de la calle llegaba hasta mis oídos la berrea leñosa y plural de las peleas de los chiquillos. Entonces la noche se echaba encima y tía Pepita me reclamaba para la cena. Y yo sorbía la leche ensimismado mientras recordaba la albricia contenida de las niñas de la calle y pensaba que tal vez sólo Santi el relojero estaba al tanto de los complejos mecanismos por los que se regía la actitud de las chiquillas. Después me acostaba y esperaba el sueño mientras le daba vueltas en la cabeza a la idea de que algo tan sacramental como lo que sucedía dentro de aquellas niñas ni siquiera había ocurrido alguna vez en el interior de un fraile.