Manuel Coma

Sirios gaseados

El ataque químico de esta semana en Damasco parece el mayor de esa naturaleza desde que en 1988 Sadam Husein exterminó a la población de la ciudad kurda de Halabja, matando a 5.000 personas. En los arrabales de la capital siria se habla de entre 700 y mil víctimas del terrible gas sarín. Sobre el hecho no hay duda. El alcance está por determinar con certeza. La autoría es objeto de un enconado debate. La discusión sobre el recurso a armas tan prohibidas se remonta a diciembre del año pasado. Luego, el 19 de marzo se produjeron más muertes por una causa similar en las inmediaciones de Alepo. El régimen se lo atribuyó a los rebeldes, y los expertos internacionales que consiguieron algunas muestras no descartan que se hubiera producido algún efecto de «fuego amigo», nada difícil cuando se opera con gases, cambia el viento y no se está preparado con máscaras.

El uso de ese tipo de armamento, del que los sirios poseen un arsenal considerable, ha sido una prioridad de los servicios de inteligencia americanos e israelíes. Jerusalén ha bombardeado al menos en tres ocasiones depósitos o convoyes que podían estar a punto de transferir el material a Hizbulá, que ha jugado un papel decisivo en darle la vuelta a la situación a favor del régimen. Obama declaró con excesiva solemnidad que el uso de ese armamento representaría una «línea roja» para EE UU. El ataque de marzo lo puso contra la pared. ¿Después de muchas docenas de miles de muertos iba América a inmiscuirse en una guerra que el presidente abomina, por unas bajas civiles más? Se limitó a prometer alguna ayuda militar de la que hasta entonces se había abstenido y que desde entonces sigue sin verse. Parece como si Asad hubiera dicho: ese farol lo apago yo. Ahora podría ser la misma historia, pero con una apuesta más alta. ¿Meterse en esas arenas movedizas por sólo mil muertos más, sobre un total de más de 100.000? Obama debe de haber maldecido aquellas palabras, como casi todas las que ha pronunciado sobre el avispero de Oriente Medio.