Ángela Vallvey
Sospecha
Una socorrida excusa cristiana que justificaba ancestralmente el antisemitismo –la aversión, persecución y odio a los judíos– decía que al rechazar Jesucristo la práctica de la usura, los únicos que se dedicaron a ejercer el negocio del préstamo fueron los judíos, que no se debían a las indicaciones del hijo putativo de San José. Claro que, si la cristiana Europa hubiese seguido al pie de la letra la recomendación de no practicar el préstamo usurario, seguramente con el tiempo no habríamos necesitado ningún rescate bancario, y sin embargo ya lo ven. Mentes preclaras europeas han sido ferozmente antisemitas: como Voltaire, quien acusó a los judíos de tantas barbaridades que sólo se podrían explicar teniendo en cuenta que el filósofo era aficionado al juego y que quizás contrajo deudas cuyos intereses inversos pagó en forma de calumnias. (Es un imaginar). Franco era antisemita (no lo sitúo en el apartado «mentes preclaras», vaya). La «intelligentsia» marxista europea del siglo XX, también.
En el siglo XXI se pueden observar contradicciones lógicas –valga la expresión–, pero inquietantes, de la relación de Europa con los judíos: por una parte, la localidad burgalesa de Castrillo Matajudíos cambió de nombre y pasó a denominarse Castrillo Mota de Judíos por decisión mayoritaria de sus vecinos. Por otra, el antisemitismo crece en Francia, a la par que el Frente Nacional y la presencia e influencia musulmana. Por doquier se extiende la hedionda amenaza antisemita. En Europa el antisemitismo se ha enclocado de distintas maneras abyectas a lo largo de las centurias hasta que ha llegado este momento políticamente innoble en que, como aquel «buen juez» que mencionaba el Cardenal Mazarino, Europa está rabiosa por no poder condenar a las dos partes, por no poder condenar a la vez a los antisemitas y a los judíos.
El mundo no aprende, oiga.
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