Restringido

Susto o muerte

La Razón
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Suena el cornetín de guerra mientras los candidatos convencionales, Hillary, Bush, incluso Rubio, sobreviven en el alero. New Hampshire ha decretado el triunfo arrollador de dos costaleros, el chispeante avispón y el abuelo socialdemócrata. Trump y Sanders revientan taquillas y espeluznan a los cinéfilos de la vieja política. Se da la circunstancia de que ninguno gusta en sus partidos. Temen que con ellos como mascarones de proa las elecciones presidenciales sean algo así como una pasarela de perdedores en el país que cultiva como ningún otro la adoración del triunfo. Claro que ambos encajan en el corte y confección del hombre hecho a sí mismo. Por más que uno pretenda engalanar el sueño americano con patrulleras míticas y portaaviones espaciales para mantener a raya al enemigo, real o imaginario, y el otro revierta la liturgia y el culto del yo con una oratoria comunal y amotinada.

Trump, al fin, ha demostrado que lo suyo es algo más que un combinado espectral. Le apoyan los independientes y el votante accidental o esporádico. También aquellos que aspiran a que el candidato hable, como pedía Mairena, «claro»: veto a los musulmanes, 11 millones de ilegales deportados y un muro que afeitará la frontera y, dice, pagará México. Necesitaba esta victoria como el comer, como el señor que debía pasar del eslogan al contacto con la realidad y no dejarse por el camino, acribillada, la sonrisa, el tupé y la chaqueta. Si logra cabalgar la ola, podría forzar a los republicanos a elegir entre él y Ted Cruz, el blindado texano. ¿Susto o muerte? En el partido consideran que a Trump podrían domeñarlo. O al menos, encauzarlo. Cruz va de enterrador de la cultura del pacto. Concita un odio visceral entre sus hipotéticos socios. No digamos ya entre los demócratas.

Sanders ha liquidado a Hillary en casi todas las trincheras. Solo votaron por la Ambición Rubia los mayores de 65 años y aquellos con ingresos anuales de más de 200.000 dólares. El pregonero del socialismo, el hombre que aspira a que en EE UU exista una sanidad pública y piensa acudir al parqué de Wall Street como James Cagney en los locos veinte, tiene detrás a los jóvenes. Con ellos espera imponer la contrarrevolución revolucionaria del Estado social y el advenimiento de un segundo New Deal que resucite el legado de Roosevelt. Uno de sus principales problemas radica en que costeará el tinglado sin subir los impuestos. A base de arponear las legendarias transacciones financieras. Economía ficción, magia potagia y juegos reunidos.

Ambos tendrán que demostrar que tienen «lo que hay que tener» (Tom Wolfe) en Nevada y Carolina del Sur, antesala del Supermartes 1 de marzo, cuando votan más de una docena de estados. A priori ni la patria de los casinos ni la tierra de las iglesias baptistas son favorables a Sanders, pero los asesores de Clinton susurran despavoridos. A Trump se le está quitando el aire de vieja promesa, de montaje o títere. Domina como nadie la erudición de calentar al respetable y está cerca de consolidarse como el hombre del momento y quién sabe si también del futuro. Lo dicho, miedo.