César Vidal
Traición y guerra perdida
El 11 de septiembre de 2001, el mundo quedó sobrecogido al contemplar las imágenes de unos aviones estrellándose contra las Torres gemelas. A la sazón, me encontraba remontando el Nilo y me lancé a la calle para pulsar la opinión de las gentes. Desde el comerciante al empleado de banca pasando por el funcionario, todos me dijeron lo mismo: era un castigo de Al.lah contra Estados Unidos; culparían a los musulmanes falsamente porque ellos no tenían capacidad para realizar ese tipo de acciones y seguro que era Israel quien había perpetrado los terribles hechos. Hay que reconocer que como primera radiografía de lo que sucedía no estaba mal. Lo que vino después nos encaminó por el camino del horror sin solucionar nada. Primero, vino la invasión de Afganistán que, sin duda, resultó de maravilla para alguna transnacional petrolífera, pero que no añadió ninguna estabilidad al planeta. Después, llegó el ataque sobre el Irak de Hussein que, sin duda también, debió parecer magnífico a sectores de la política norteamericana e israelí por eso de aprovechar la ocasión para desembarazarse de alguien potencialmente peligroso. Las operaciones iniciales salieron bien, pero ambas guerras continúan librándose y no existe razón alguna para pensar que concluirán pronto. Y entonces, en paralelo, se produjeron dos fenómenos pavorosos: el terrorismo islámico comenzó a actuar cada vez con más crueldad sobre Occidente mientras políticos, medios y ONG abrían las puertas a millones de musulmanes y nos martilleaban con la idea de que el peligro no eran posibles atentados sino que nos convirtiéramos en islamófobos. Pueden pensar lo que quieran, pero esta guerra llevamos años perdiéndola. No sólo es que en el exterior como mucho el combate está en tablas. Es que nuestro interior ha sido penetrado de tal manera –instituciones y partidos incluidos– que en menos de una generación nuestra cultura democrática va a desaparecer en medio de una marea de velos sobre cráneos femeninos y barbudos que vociferan que Al.lah es el más grande. Se pudo actuar mejor, pero aquel 11-S que hubiera marcado el comienzo de un mundo más civilizado y libre de barbarie sólo fue el inicio de una capitulación ideológica en la que Occidente ha optado por suicidarse autoengañándose. Ciertamente, pocas veces se habrá visto tanta necedad desde que el obispo don Opas abrió las puertas de España a los invasores musulmanes.
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