Francisco Nieva
Tres mujeres extraordinarias
Ninguna mujer se parece a otra, todas son distintas, sí, pero no extraordinarias, aunque yo puedo decir que he conocido a tres que sí lo son.
Cuando me encargaron hacer la escenografía y los trajes de «El rey se muere», de Eugene Ionesco, quedé fascinado por su lectura. Era lo más grande del famoso escritor, difusor de la nueva corriente: el absurdo. Pero era trágicamente shakesperiana, impresionante, original, novísima, seriamente impactante. Nada más leerla, yo me declaré discípulo devoto de Ionesco. Al cual, el director José Luis Alonso envió fotografías de dicha puesta en escena, que le maravillaron. Cuando le visité en París, el maestro me dijo: –«Mon cher Nieva, me ha encontrado usted una dimensión que yo mismo ignoraba. Una dimensión wagneriana».
Y, en efecto, yo la traté como a una obra tan bellamente trágica como TRISTÁN E ISOLDA. David Lean, que rodaba ZHIVAGO en los Estudios Bronston, de Madrid, me expresó su manifiesto entusiasmo. También yo me quedé maravillado durante los ensayos con la actriz que encarnaba a «la reina buena», pues el rey agonizante tenía dos esposas, su doble conciencia, según Ionesco. María Dolores Pradera me fascinó desde el principio. ¡Qué dulcemente bella, elegante, refinada, misteriosa, graciosa y enigmática! Ni pensar en solicitarla carnalmente. No me parecía digna de un trato convencional y grosero. Era todo espíritu para mí. Una caballeresca Melibea, una Isolda, graciosa, pimpante, ocurrente, tan refinada y elegante.
–«¿No has oído cantar a María Dolores?», me preguntó el director. «Pues esta noche la vas a escuchar». Se había programado un recital de sus canciones, corridos mejicanos y otros aires de Sudamérica. La escuché embobado, fascinado, embrujado. Representaba para mí a «la Eva futura». Yo me perdía afectuosamente en su brillante y espontánea conversación, en su ingenio y su fantasía, tímidamente seducido. La veía resplandeciente de feminidad, de venusta coquetería. Yo había sido muy amigo de Juliette Greco, y siempre creí que María Dolores la superaba en lo misterioso y enfático de su presencia, sus discos la hicieron popular y su presencia escénica ha tenido fanáticos entusiastas de su voz y de su figura. Siempre ha sido para mí un amor en el aire, incumplido, mitificante.
La segunda fue Alicia Moctezuma, mejicana, condesa de Moctezuma, descendiente de la unión de doña Marina, La Malinche, con Hernán Cortés, su traductora y confidente. Era bella y bruja, con extrañas dotes telepáticas. En su pisito de París pasé tardes enteras embrujado por su conversación y su ingenio. Me parecía estar hablando con un oráculo, que lo mismo me hablaba de Arniches que de Mallarmé. La segunda mujer más extraordinaria de mi vida. Un amigo suyo, un príncipe turco, le regaló una potrita, que antes de guardarla en un box del Hipódromo, se la llevó unos días a casa, la tendió en un diván y, con sus lacas, le pintó de oro las pezuñas y le hizo una corona de flores, además de suministrarle biberones de leche con vainilla mientras le daba de comer marron glacé. ¡Qué espectáculo aquel hermoso y finísimo animal, tendido sobre cojines como una odalisca! Alicia me contaba que en su país había recetas mágicas para todo. –«Yo misma conozco muy bien una "contra la alegría'». -«¡No me digas! Ella fue quien me hizo conocer los dibujos de José Guadalupe Posada, con esqueletos que bailaban y personajes populares de Méjico, como don Chepito Marihuano.
La tercera era ya una vieja, pero, ¡qué vieja! Había sido la amante y la modelo de Julio Romero de Torres, que representa el modernismo simbolista español como nadie. Era una famosa sin pretenderlo, pues aparecía reproducida en los billetes de cien pesetas como esa mocita despatarrada y con brillantes y lascivas medias de seda, ante un brasero de picón, por lo que el cuadro se llamaba «La chiquita piconera». También había sido la amante de Emilio Carrere, tenido por el cronista oficial de la villa y autor de una divertida y surrealista novela de fantasmas, que sirvió de soporte para la mejor película de la filmografía de Edgar Neville, «La torre de los siete jorobados». A su lado aprendí mucho sobre el Madrid de Alejandro Sawa, de la bohemia de Valle-Inclán, quien la llamaba «la niña Chole», la protagonista de SONATA DE OTOÑO. Me descubrió secretos madrileños que otros hubieran pagado a precio de oro, Carmen Gabucio había posado para la «Virgen de los faroles», que figura en la muralla de la Mezquita de Córdoba, y pienso en los muchos devotos que han rezado a criatura tan mundana como ella. Y aún puede que haya hecho milagros, Carmen Gabucio, la inolvidable. Y punto. Estas tres han sido las tres mujeres extraordinarias que decoran mi autobiografía, la han llenado de ensueño y fantasía. Honor a ellas.
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