Roma

Tríptico del buen señor, el vasallo fiel y el pueblo soberano

En esta península, a horcajadas del Mediterráneo y el Atlántico, habita un pueblo indómito –dos siglos le costó a Roma conquistarlo– y vehemente que oscila siempre entre el amor y el odio. Lo ha puesto de relieve, una vez más, la muerte anunciada de Adolfo Suárez, o más bien el colapso definitivo del «cascarón de huesos y pellejo» de donde había escapado el espíritu una década atrás. Los ditirambos hiperbólicos de hoy, que llegan a pedir su proclamación como «santo súbito», mal se compaginan con el acoso y derribo despiadado durante su última etapa de gobierno. En el recuerdo, se iluminan tres estampas, alba, cénit y nadir de su gloria, al modo de esos grandes óleos donde quedó el testimonio vivo de los «episodios nacionales» del siglo XIX.

La primera viñeta muestra el hemiciclo del Congreso de los Diputados en la mañana del 22 de noviembre de 1975. Allí, tras la proclamación de Juan Carlos I que en su mensaje, donde prometió ser «Rey de todos los españoles», abría un periodo constituyente sin decirlo, Adolfo Suárez pudo contemplar un espectáculo revelador. Según la pareja real con sus hijos abandonaba el estrado para presidir la parada militar en la Carrera de San Jerónimo, seguida por muchos de nosotros, no pocos procuradores, en pie y vueltos hacia la tribuna de invitados, dedicaban a la hija del Caudillo una gran ovación con emocionados vítores a su padre. Era una de las dos Españas que, sin saberlo todavía, estaba condenada a reconciliarse con la otra, arracimada en la calle.

Apenas un año después, en la noche del 18 de noviembre de 1976. Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes Españolas desde su alto sitial, levantó la sesión en la cual los procuradores habían aprobado la ley para la reforma política. Un sonriente Adolfo Suárez aplaudía a quienes le aplaudíamos. La democracia había regresado. Era la apoteosis de una gestión llevada con mano firme pero con flexible juego de muñeca, su merecido momento de gloria.

La Constitución llegaría dos años después, pero el 23 de febrero de 1981 el Congreso de los Diputados estaba a media tarde en plena votación para la investidura de un nuevo presidente de Gobierno. El cesante, encerrado en sí mismo ante el ataque implacable de la oposición sin el resguardo de su propio partido desintegrado por la deslealtad y tentado por la defección, terrorismo en alza, inflación rampante y «ruido de sables» había perdido también el favor regio. Sin embargo, cuando un teniente coronel de la Guardia Civil irrumpió en el salón de sesiones pistola en mano y las metralletas dispararon nerviosamente al techo, Adolfo Suárez, todavía presidente en funciones, dio una lección de dignidad y valor. Siempre quedará en la memoria de todos la imagen de su gallardía, erguido en su escaño y fumando impasible, mientras el resto de los diputados mordían el polvo de las tarimas.

Este ha sido a grandes trazos el personaje y este su escenario, pero ¿cómo fue la persona?. Hombre de convicciones profundas en lo transcendental no tenía sin embargo de tejas abajo un arsenal de dogmas. Ello le permitió una gran flexibilidad y utilizar su espontánea capacidad de dialogo que exige saber escuchar. No era político vociferante de mítines sino de sofá, pitillo y charla, soft spoken, de habla suave en román paladino y es que Suárez había descubierto al «otro», no como un enemigo sino como un compañero ineludible. A tales cualidades le añadía una gran capacidad de gestión que en otro ambiente le hubiera permitido ser un eficaz gerente en cualquier multinacional.

Este tipo corriente pero no vulgar, dotado paradójicamente de una poderosa personalidad y un atractivo natural fascinante, resultó ser el hombre adecuado para esa ocasión única del cambio constitucional y de la reconciliación de los españoles. Fue un hombre singular con un destino manifiesto a quien, como a Winston Churchill, la Historia con mayúsculas, ese «camino entre las ruinas de lo egregio», según Hegel, había reservado un pedestal para una hazaña en un instante determinado, más acá o más allá del cual su carrera política anterior, nada importaba, según dice la canción legionaria, como tampoco su desafortunada etapa final.

El pueblo, de quien emana la justicia, ese pueblo que dejó de votarle al igual que los ingleses a Churchill ha dado su veredicto. Con lágrimas y con vítores, con comentarios conmovedores y con silencios, ve a Adolfo Suárez como uno de los suyos identificándose con él. Hoy le añora como el arquetipo idealizado del «político», a quien evoca con los laureles del triunfador ciñéndole la frente pero con la aureola de un destino personal trágico.

Académico Numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación