Gaspar Rosety
Ucrania
Cada competición de alto nivel marca huellas profundas en el alma del viajero. Conozco bien Kiev, la ciudad de las cúpulas doradas, gracias a algunos partidos de «Champions» y de la Selección. Recuerdo cuando descendí del avión en el aeropuerto Sergey Prokofiev de Donetsk, así llamado en honor al genial compositor de Sontsovka. Veníamos del paraíso polaco del norte, de las orillas del Báltico donde el ámbar lo acapara todo, en Gdansk, la ciudad de Schopenhauer, Grass y Walesa.
Llegamos con la ilusión de volver a ganar. Primero, en el flamante estadio seis estrellas Donbass Arena. Y la final en el Olímpico de Kiev, mi viejo conocido de tantos años, lleno de asientos amarillos, como la bandera nacional. Siempre me gustó pasear por Kiev, plazas y calles que mezclan lo solemne de sus catedrales con la alegría de sus habitantes. En el hotel Goolosievo, comenzamos a soñar con la final y fue en el Sheraton donde disfruté del Alemania-Italia frente al televisor, rodeado de todos los integrantes de la Selección con sus familias. Tras golear a Italia, me quedé solo en lo alto del Olímpico, contemplando y respirando el aire silencioso. Interioricé todas las sensaciones. Momento bellísimo.
Ahora, siento el clima bélico que rodea Ucrania, los riesgos de regresión, violencia y destrucción y no puedo evitar la amargura, la pena, la indignación de que los seres humanos sigamos usando guerras para arreglar diferencias. El fútbol une adversarios mientras otros asesinan enemigos. La inteligencia humana debe vivir al servicio de la paz, no de la muerte. La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo. Lo dijo Mandela. El sí evitó la guerra.
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