Francisco Nieva
Un brujo y un mago
José Hernández, el gran artista recientemente fallecido, pintaba «lo que no se ve» con precisión objetiva, como si fuera a dar pelos y señales, como si fuera la realidad misma. Le daba cuerpo material a lo imaginario y fantástico con un incomparable poder de sugestión. En el mundo del teatro –al que también él pertenecía– a esto le llamamos «realismo mágico». Con una técnica de maestro vernáculo de una civilización, otra, también invisible e imaginaria, era un testigo fiel de lo inefable. Sus imágenes han inspirado a los poetas más notables de su entorno, a Brines, a Claudio Rodríguez y a Carlos Bousoño, entre otros. Era como un Kafka de la plástica, también imaginariamente atemporal. Conocía y practicaba todas las técnicas del pasado, y daba cuenta de ellas en sus cursos de formación, suscitando al conocimiento y aprecio de un pretérito magistral. En sus principios, como dibujante lineal de arquitectura, adquirió esa precisión en la plasmación de lo invisible, de ese «otro mundo» suyo y solo fruto de su cerebro portentoso. Dibujaba y grababa como Leonardo o Alberto Durero en clave surrealista. Tenía mucho de brujo y de mago, y ha sido una gran pérdida para el arte español. Ni moderno ni antiguo, «sino todo lo contrario». Original e insospechado. Recordemos su gran exposición antológica de un artista tan joven en el Palacio de Velázquez, un despliegue monumental y fascinante de lujo plástico visionario que fue un espectáculo apabullante, con sus grandes y medios formatos. Cada cuadro era un «susto» admirable y amable que subyugaba al coleccionista de «raros», pues Hernández era literario, intelectual y romántico, culto y exquisito, tanto y más que Salvador Dalí y Luis Buñuel, de los que ha sido su más digno epígono. Surrealismo español tenebrista a lo Valdés Leal, con la misma precisión barroca para expresar lo imaginario, de un anacronismo impactante, una extravagancia española que impresionaba en el extranjero. Era, pues, el primer gran posmodernista español y un maestro por todo lo alto.
No hay duda de que ha muerto un clásico con la enjundia y facundia de los más grandes en nuestra constelación ibérica. Con él ha muerto parte de mi vida intelectual, de mi vida en el arte, el gran confidente de mis aspiraciones, tan cercanas de las suyas propias. Hernández pintaba catástrofes detenidas antes de su cumplimiento espeluznante, una hipérbole del suspense plástico cinematográfico, con su mismo poder de captación sugestivo, un insospechado milagro que para siempre ha de figurar en la Historia del arte entre los más importantes visionarios del mundo, gloria imperecedera del arte español. A todos nos deja herederos de ese extraordinario espectáculo.
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