Cristina López Schlichting
Un país sin ley
El 52 por 100 de los catalanes votaron soluciones constitucionales en las últimas elecciones. Recuerdo la noche electoral y mi alegría al contabilizar que Juntos por el Sí había obtenido menos escaños que CiU y Esquerra en los anteriores comicios. El independentismo bajaba. Tres meses más tarde, el presidente de la Generalitat ha anunciado que se separa de España y que «pasa» de la Constitución. Ha evitado en su juramento acatar la Carta Magna y ha reiterado que desobedecerá al Tribunal Constitucional. Reconozco que me aterrorizan los países sin ley, debe ser de resultas de tantos años de visitar, en los Balcanes y Oriente Medio, territorios donde reinaba la ley del más fuerte y te podías encontrar muerto en una cuneta sin que nadie moviese una ceja, sin policía ni fiscales que preguntasen nada. No consigo imaginar cómo se siente un catalán normal, uno de esos que trabaja y paga sus impuestos, respeta las normas y no hace problema de ser parte de España. Debe de ser horrible escuchar que tu máximo representante prescinde de la Constitución. O que se ríe del Gobierno, asegurando que un Ejecutivo en funciones «no ha hecho los deberes». ¿Pero qué sentido de la democracia puede haber en quien desprecia la Ley? Es verdad que, como ha aclarado Rajoy, el Estado y sus instrumentos de derecho «no están en funciones», pero es lamentable que el diálogo con la Generalitat sea el que hay que utilizar con un criminal, recordándole el Código Penal. Qué horror. No acabo de entender cómo puede uno emprender la secesión contra la voluntad de la mayoría de los catalanes y conculcando los principios de la democracia. Cualquier romanticismo insensato –comparar Cataluña con Québec o Escocia, por ejemplo– pierde pie cuando se desafían las urnas (que ya se han pronunciado) y los principios que regulan la convivencia. En Cataluña hay miedo, mucho miedo a lo que pueda pasar. Los únicos que ahora campan en libertad son los partidarios de cargarse la Ley. Ellos ponen sus normas, exhiben banderas, hacen sus manifestaciones, organizan sus encuentros. Los demás sufren en silencio. Es espantoso pensar en los connacionales que se levantan cada día con la perspectiva de tener nuevas embajadas en el extranjero, que los dejen al margen de las ventajas de ser español; con la posibilidad de una hacienda propia –quebrada–; con las libertades constitucionales en suspenso «de facto». Hay que ponerse en la piel de un funcionario al que, en breve, van a pedir una desobediencia delictiva a su cargo. Verdaderamente, quienes dirigen Cataluña ahora experimentan un sorprendente desprecio hacia los catalanes que piensan distinto, un nulo respeto hacia la Ley y la distorsionada percepción de que son superiores a los demás. En otras palabras: son intolerantes, delincuentes y narcisistas. Sólo así consigo entender que Carles Puigdemont dijese que los españoles somos invasores como lo fueron los nazis en Bélgica. Sí, debe de ser una patología.
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