José María Marco

Un régimen para el siglo XXI

En su discurso de despedida, la princesa Beatriz de Holanda justificó la existencia de la monarquía del siglo XXI en el servicio al pueblo. La princesa puede estar orgullosa de haberlo hecho bien. Deja a sus herederos una adhesión del 78% de la población. La manifestación pública ha sido inequívoca. Los holandeses, uno de los pueblos más prósperos, más desarrollados y mejor formados de la tierra, no han dudado en echarse a la calle para festejar su dinastía y su corona.

Algo tan aparentemente irracional y arcaico se explica bien si se tiene en cuenta que la monarquía encarna como ninguna otra forma de Estado la continuidad de la comunidad nacional: la ceremonia que se acaba de vivir en Ámsterdam representa bien ese pacto entre generaciones que constituye la nación y simboliza la corona. Además, la corona simboliza la nación de manera muy distinta a las formas impersonales propias de la república. El símbolo de la nación no está reducido a un signo abstracto. En la monarquía, la nación está representada por una persona y ésta, como la familia que la enraiza en una historia concreta, forma parte de la familia de los nacionales. El vínculo es inmediato, emocional, sentido como algo propio por los nacionales.

Facilita esta adhesión la naturaleza no partidista de la corona. La institución monárquica pone a la nación fuera de la lucha política. A mucha gente no le gusta esto. Sí les gusta, en cambio, a los holandeses, a los suecos, a los daneses o a los ingleses. Todos estos pueblos saben la estabilidad que la institución monárquica les garantizó en un siglo tan terrible como el XX, como Don Juan Carlos nos recuerda a los españoles el antiguo vínculo, de principios del siglo XIX, entre monarquía y derechos humanos. La corona ha garantizado y garantiza el sistema, y no cualquier sistema, sino el parlamentario y democrático. Como es lógico, las monarquías han asegurado la conservación y la continuidad del patrimonio común como ninguna república lo ha hecho nunca.

Con su sola persona, el monarca hace patente la existencia del bien común. Su presencia, que requiere un consenso de fondo, invita por tanto al diálogo y al pacto. Con la monarquía, resulta más difícil neutralizar –no digamos ya aniquilar– al adversario. Al mismo tiempo, la corona garantiza un margen de libertad que no suele ser posible en la república, que requiere una afirmación más enérgica de la virtud ciudadana. Hay un liberalismo propio de las monarquías, una especial facilidad para aceptar la diferencia y aprender de ella. La monarquía, efectivamente, representa la nación sin sesgos ni ideologías.

Por eso es el mejor antídoto al veneno letal del nacionalismo. La monarquía demuestra con hechos inapelables que la nación existe antes de que cualquier opción política se ponga a construirla y busque movilizar a los nacionales con unanimidades raciales, lingüísticas o culturales. La lealtad que solicitan las monarquías no requiere esas formas idólatras y bestiales de identificación.

Además, las familias reales introducen en la vida pública de sus respectivos países un toque de cosmopolitismo que relaciona la nacionalidad con la humanidad y, en consecuencia, con las formas siempre diversas de ser hombre. Si la república es el régimen del ciudadano virtuoso, la monarquía es el de la persona tolerante.

Como es mucho menos grandilocuente y gasta menos pretensiones de ejemplaridad y menos rituales cívico-religiosos que la república, la monarquía sale bastante más económica. La República francesa, en la que siempre se miran nuestros republicanos tricolores, sean de izquierdas o de derechas, cuesta 110 millones de euros al año. Más que el coste de las familias reales holandesa (39,9 millones) y británica (38 millones), que no están entre las más baratas de Europa, precisamente. La española tiene presupuestados 7,9 millones.