Luis Suárez

Un testamento espiritual

Por primera vez en la Historia de la Iglesia, el relevo en el Pontificado se ha producido en forma de un documento compartido, aquel que Francisco ha elevado al grado de encíclica con el título de «Luz de la Fe», utilizando sin embargo un texto sobre el que su antecesor, Benedicto XVI –uno de los más profundos filósofos del siglo XX–, había venido trabajando. El nombre responde a una preocupación que los historiadores han venido mostrando a lo largo de siglos. Es indudable que el ser humano se halla dotado de singulares condiciones, racionalidad, observación y experimentación, que le han permitido progresar en el conocimiento de la Naturaleza, pero también que Europa y su cultura, modelo para el mundo, han recibido sus valores esenciales precisamente de la fe que les ha sido transmitida. El Universo mundo, criatura, se encuentra guiado por leyes que no pueden ser quebrantadas sin que se pague el precio correspondiente al error. Y la dignidad de la naturaleza humana es de tal calibre, que el propio Dios la ha escogido para cruzar la línea que separa trascendencia e inmanencia.

Todo esto no es válido únicamente para los fieles de esas tres religiones que invocan un mismo nombre, el de aquel pastor que salió de Ur precisamente cuando se estaba intentando algo que ahora parece absolutamente natural, la divinización del poder. La encíclica no es válida únicamente para los creyentes: aporta un mensaje que también los no creyentes deben tener en cuenta. La experiencia de nuestros días nos lo demuestra claramente: cuando se quebranta o se burla el orden de la naturaleza o se atribuye al Estado o a los partidos la numinosidad que para si reclamó también Nerón, las consecuencias negativas no deben sorprendernos. El cristianismo, asumiendo la herencia del helenismo, llegó a ser una forma de cultura que, con todas las deficiencias que podamos señalar, ocupó la cúspide de todas las demás creadas por el hombre. Y esto es lo que llamamos europeidad.

La Fe, por consiguiente, ante la mirada del historiador, no se limita a ser un vehículo para el diálogo con Dios; es una luz que se proyecta sobre el ser humano y el mundo en torno y le descubre que, más allá de ser el individuos que deposita su papeleta en la urna, es la persona que trabaja y construye. Es importante destacar aquí la coincidencia entre esas tres figuras eminentes del pensamiento moderno, Ortega y Gasset, Edita Stein (que sufrió martirio por ser judía) y Karol Wojtila. Progresar no consiste como ahora, creemos, en tener más, bien adheridos a la técnica, sino en madurar, crecer o ser más, como estos grandes filósofos dijeron. Tras la grave crisis económica que el mundo soporta, se encuentra una causa moral, el amor al dinero, el predominio técnico y la falta de consideración al prójimo.

Mientras esos defectos no se corrijan, la crisis seguirá. Europa ha vivido experiencia de siglos errados que la condujeron a hacer del XX el más cruel de la Historia. En otro artículo he hecho referencia a la profunda y primera lección que Ratzinger, en Madrid, diera a un grupo de profesores universitarios, titulándola «El error de Galileo». No se trataba del que cometieron los jueces al dictar sentencia sobre cuestiones que conocían mal, sino el que el propio astrónomo cometió. Del primero la Iglesia ha pedido justamente perdón. Pero el segundo es más importante y aún permanece entre nosotros. Pues Galileo afirmaba que la ciencia es capaz de alcanzar la verdad absoluta e inenarrable. Esto no es correcto: la ciencia va obteniendo evidencias ciertas, útiles en gran medida, pero revisables. Tiene que estar constantemente preparada para las rectificaciones y añadidos que van apareciendo. Por ejemplo hoy nadie cree, como Galileo, en un universo infinito, sino que ha salido de ese «big bang» que coincide con el Génesis. Y tampoco que la evolución sea continuada; los saltos de naturaleza cuántica definidos por Planck nos conducen a lo que ya Einstein dijera: Dios no juega a los dados. El segundo gran error que la encíclica señala es el de Rousseau, al presentar a la sociedad como una simple suma de individuos que entre si establecen el que él llamaba «contrato social» haciendo de la voluntad de la mayoría el ente de razón. No se daba cuenta, tal vez –o sí lo hacía, en cuyo caso estamos ante un ejemplo peor– de que aquello iba a conducir a la terrible violencia política de la que la guillotina sirve de emblema. Las mayorías no tienen razón. Es más, en la mayor parte de los casos, se equivocan y acuden uniformadas y emotivas a una plaza de Nurenberg para aclamar el nacimiento del nuevo milenio.

Después vino Nietzsche, predicando la muerte de Dios como meta final de la Historia de su tiempo. Conviene repetir con exactitud las palabras del gran filósofo que, descubriendo una de las dimensiones de su tiempo, llevaba la respuesta por el camino equivocado: «Dios ha muerto a causa de su piedad por los hombres». Había que invertir los términos para poder construir un nuevo orden superior, en el odio o la indiferencia radical. También Nietzsche se encuentra detrás de los horrores del holocausto; los judíos no tuvieron la exclusiva en el victimario de la crueldad.

He aquí, pues, el gran desafío que ante nosotros se presenta: los cristianos preferimos referirnos a una nueva evangelización, pero podemos recurrir también a otro término, el de un nuevo humanismo, y a él recurrían aquellos que en 1947 estaban pensando en la restauración de Europa. Hay que devolver al ser humano todas las dimensiones que se engloban en la definición de persona. Aprender a salir de sí mismo hacia fuera, amando al prójimo. Es un retorno a los valores profundos del cristianismo. Incluso para quienes no creen, la luz que se desprende de la fe puede ser una ayuda poderosa, ya que nos enseña lo que el hombre es en sí mismo, las metas que se le proponen y las dimensiones íntimas del progreso. No se trata de ignorar los problemas, sino de resolverlos teniendo siempre en cuenta la profunda dignidad que reviste la naturaleza humana.