Pedro Narváez

Un título fácil: Alvite

José Luis Alvite ha amagado con un epitafio en vida, si bien como él mismo pastorea no hay difunto que entre en el traje de un articulista, unos señores que tan pronto se hinchan como sufren el gatillazo de las palabras, así que menos lobos, al cabo, lo que en general se escribe podría atillarse en un calcetín y todavía quedaría espacio para el pulgar de Pau Gasol. No es su caso ni el del hombre que le acompaña en la mejor página que hoy pare la Prensa española, de cuyo nombre me permitirá no acordarme. Alvite tiene suerte de que hoy todas las chicas del Savoy bailen para él sin esperar a que se lo relate una radiografía sin música y sin humo a la hora indecente a la que citan los doctores. José Luis, muchacho, una palabra suya bastará para sanar la enfermedad periodística de no decir nada dándole vueltas a todo, unos con la lengua herida de tanto mordérsela o necesitada del preservativo de grafeno de Bill Gates, tanto es su ardor sintáctico; otros porque un día se creyeron la esperanza del oficio cuyas cuartillas se corrompen en nuestras narices entre la endogamia y el onanismo. Alguna vez fantaseé con sentarme en esa barra reservada que debió intuir Edward Hopper cuando a Alvite aún le preparaban la merienda en su casa, pero los trenes se encuentran en un punto antes de que nos dé tiempo de solucionar esos problemas martirizantes del colegio en los que había que deducir en qué estación y a qué hora. Siguiendo el neologismo papal, Alvite primerea hasta para dar su propio parte médico, que es como hacer un poema del prospecto del paracetamol. Tal vez el escritor se haya desahogado pero a los demás nos hace el favor de ponérnoslo más difícil todavía. Leo todos sus artículos, algunos tantas veces que me conocen de carrerilla. Si fuese más guapo le dedicaría además un piropo personal, pero hasta en el Savoy hay cosas que no paga el dinero.