Julián Redondo
Velázquez
Tan inevitable como la muerte es la vida, pensaba Charles Chaplin antes de que lo ineludible le sorprendiera, o quizá no, en Suiza con 88 años, que es una edad muy respetable. Hace un par de lustros, en plena expansión de LA RAZÓN, cuando el esplendor periodístico aguzaba el ingenio y el papel impreso era un bien de consumo, Manolo Velázquez tardó un segundo en aceptar un intercambio de recuerdos sobre los derbis con Gárate, otro caballero. Ocurrió cuando comentaba y analizaba, refrescaba lances y anécdotas y reconocía a cada interlocutor. Ni una mala sombra amenazaba al «Cerebro» con lagunas tan negras como el pecado y vacíos sin meta y sin horizonte.
Si fuera cierto que «nuestro corazón tiene la edad de aquello que ama» (Marcel Prévost), el de Velázquez seguiría latiendo; aunque por esos secretos indescifrables de la divina naturaleza humana entró en un lapsus que no le permitía exteriorizar lo que queremos creer que sentía. Por lo que fuere, por ese misterio que encierra esa cruel enfermedad que olvida a churras y merinas, dejó de contar, de relatar, de reconocer, y se fue del todo. Ahora le recordamos muchos más de los que él, en progresivo deterioro, dejó de recordar. Tal vez le relampagueó en algún momento de lucidez la competencia con Netzer, con quien la estética del fútbol, o la estrategia, o el esquema, le declaró incompatible. O el canterano elegante que admiraba a Puskas o el impactante campeón europeo alemán; en la elección ganó el teutón. Pero Manolo, alguien para recordar, le sobrevivió y fue recompensado un 24 de agosto con el reconocimiento del madridismo en el homenaje frente al Eintracht Braunschweig. Esos partidos eran hermosos acontecimientos, ideales para rendir tributo.
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