María José Navarro

Yo soy espanhol

Dicen que en Albacete hay varios taburetes que llevan su nombre. Que existen metopas escondidas en la despensas de los pubs que presumen de su perseverancia nocturna. Que quizá entonces no fuera un gran jugador, pero que siempre demostró ser un gran cliente por el que se canta un responso en las «Happy Hours» desde que se fue. En Valladolid apenas entrenaba, no corría y no lo hacía porque no le daba la gana a pesar del ser el mejor de los que estaban en el campo. Se llama Diego Costa y está a punto de colarse en la puerta de embarque de «la Roja». Una, que es del Atleti pero que no era mucho de Costa, se está haciendo partidaria a la fuerza. Una, que es más de Gabi y de esos jugadores currantes que han sacrificado su fino estilismo por el bien del resto y que huyen de teatralidades, ha pasado algún momento de vergüenza ajena a cuenta de Costa, pero muchísimos también de incredulidad magnífica y feliz. Una, que cree que siempre hay un tipo en la banda por la que corre en el Calderón gritándole que se acaba el césped y que está convencida de que cualquier día acaba empotrado en el coche publicitario de Castellana Wagen en el fondo norte, le está tomando cariño. Se lo debo a todos esos que aseguraban que no pegaba con el resto de seleccionados (como si fueran todos bailarinas de ballet sin mácula), a la Federación Brasileña (que hace poco le ignoraba pero que ahora quiere quitarle la nacionalidad) y a la falta que le hace a nuestra Selección un poquito de gracia entre tanto sieso perfecto. Y no viene a sumar. Viene a robar en las taquillas del resto, Negredo.