Tribuna

Confusión y silencio

Aquél gobierno que no es capaz de tratar como adultos a sus ciudadanos no está a la altura

El poder del silencio instaurado no es menor que la propia desidia en tolerarlo. El miedo, o tal vez, pánico a la verdad inunda a la perfección la ceremonia de la confusión con la que, en más de una ocasión, no pocos gobiernos, pero también el actual, sigue tratando a los españoles en perenne estado de minoría de edad. Aquél gobierno que no es capaz de tratar como adultos a sus ciudadanos no está a la altura. Le faltan dosis de liderazgo, adolece de credibilidad y cada paso que da, paso que profundiza en la improvisación, en la rectificación y en la duda. Siempre nos quedará la duda.

Gobernar es gestionar. No es salir en una foto, no es improvisar, no es proclamar no blasonar proclamas absolutamente demagógicas y promesas vacuas. Tratar al ciudadano como si permitiese vivir en una estulticia permanente de modo voluntario, es una estrategia que como bumerang se vuelve hacia uno mismo.

Hoy ya nadie habla ni menta el coronavirus. No queremos siquiera recordar. Aquella pesadilla solo se acrecienta cuando la vista y el pensamiento se vuelven hacia el ser querido o el amigo que se ha ido. O cuando la enfermedad se ha cronificado en uno mismo. El resto, olvido, silencio y mucha confusión. ¿Cuántos muertos por y de coronavirus, a causa y por causa del virus hay o ha habido en España? ¿Por qué no creemos las frías estadísticas? Muchos mayores, nuestros, se han ido. Ésta es la epidemia que ha fustigado y se ha llevado por delante a la mejor generación que ha tenido este país, los niños de la guerra, de la postguerra dura y fría, silente y distante, los que pactaron la Transición y la hicieron posible, los que con sus jubilaciones fueron el alma y el sustento de hijos y nietos ante la grave crisis financiera de hace una década y que aún estábamos terminando de dejar atrás. Ellos han sufrido en sus carnes el desgarro de esta enfermedad cruel por su soledad, inhumana por su silenciamiento y atroz si no somos capaces de decir la verdad. Muchos, no solo científicos, han cuestionado las cifras oficiales. Pero al españolito de a pie hoy ya no le importa el saber, ni la tibieza adornada de ningún número. Las estadísticas están ahí, año tras año, mes tras mes, como los picos por defunciones, las ratios. Pero el lenguaje, siempre ese lenguaje equívoco y displicente, distópico e irreal, ha erosionado y a la vez vencido el relato. El que nos han impuesto. Falacias, medias verdades, mentiras.

¿Por qué el ser humano borra de su mente el punzante dolor del desgarro y la tragedia? Quizá por algo tan necesario como lógico, simplemente, sobrevivir. Pero, ¿se puede sobrevivir sin mirar atrás? Necesitamos consuelo ante duelos desgarradores y para los que el ser humano no está preparado. Porque necesitamos tocar, abrazar, llorar, rezar, pensar, decir adiós, reconfortar. Pero también, repensar, sí, tenemos que repensar cuando todo esto acabe, y preguntar muchos porqués, pero también, muchos por qué no. Por qué no se hicieron las cosas de otra manera, por qué este país no estaba preparado sanitariamente, por qué mandamos a ese frente invisible a lo mejor de lo sanitario con medios rudimentarios y sin protección adecuada. Sí, decíamos y nos jaleábamos todos al unísono, pese a los recortes, y ante una cierta tendencia privatizadora, que teníamos la mejor sanidad del mundo o de Europa. La verdad se la debemos a las miles de las familias que han perdido a sus seres queridos. Solo la verdad. No pedimos más. Luego ya llegará la responsabilidad del silencio y la culpa colectiva y el circo con que los políticos se abofetean en sus sanedrines de charanga y pandereta. No al silencio. No a la confusión. No al engaño. Dígannos la verdad porque este país, sus ciudadanos, necesitan saberla. Ya no somos menores de edad, no nos traten con la displicencia de una tutela que no necesitamos ni jurídica, ni sociológica ni sicológicamente. Los gobiernos pasan, como los políticos, y este es país desmemoriado y desagradecido, no lo olviden.

Gobernar es gestionar, es liderar, es ocuparse de los problemas de los ciudadanos, es mejorar sus perspectivas y condiciones de vida, es defender y valorar los intereses generales, es escuchar y saber escuchar, pero eso supone búsqueda, actitud y predisposición para hacerlo. Es decidir, y al hacerlo, seleccionar entre múltiples alternativas, a veces incluso contrapuestas. Es valentía, arrojo y carácter. Es coherencia y circunstancia. Es credibilidad. Y este es un pecado y penitencia que se ha llevado a muchos políticos por delante. Gobernar no son percepciones, ni tampoco siglas. Máxime en un momento donde toda ideología se ha devaluado. Como también el respeto a las instituciones. Saber valorar y exigir esa valoración a las instituciones es preservar todo el edificio democrático y legitimador de un país y una nación entera. Y eso supone y significa, no mentir. A veces, el silencio también juega a ser cómplice de la media verdad. Porque allí donde reina la confusión, gobierna también la ambigüedad y nada es más ambiguo que la propia ambigüedad, la que acaba pasando tarde o temprano, factura electoral y política. La confusión y la mediocridad solo gana cuando enfrente hay una sociedad abúlica y ensimismada de sí.

Abel Veiga Copoes Decano de Derecho de ICADE