Tribuna
La conjura de los necios
Han convertido lo que debería ser la periódica elección de las personas más idóneas, en una siniestra ceremonia de reparto de cromos entre políticos
Desde hace años venimos denunciando, entre otros extremos, la deshonrosa situación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Situación que se ha extendido, cual imparable mancha de aceite, al funcionamiento de la administración de justicia, que, involuntariamente colocada en medio de lo que se revela como una agónica encrucijada, se ve cada día más y más asfixiada.
Ya en 1986, como si se tratara de Casandra de Troya –castigada por Apolo a vislumbrar el futuro aciago y no ser creída–, el Tribunal Constitucional planteó un posible uso partidista de la institución a la hora de renovar la composición del órgano de gobierno de los jueces. Concluyó, entonces, que una interpretación en tal sentido sería contraria a nuestra carta suprema.
Hete aquí que, pese a la clara e inequívoca advertencia del máximo intérprete de la Constitución, esa y no otra es la situación a la que se nos ha abocado hasta alcanzar el bochornoso estado actual.
Primero, oídos sordos se han venido haciendo por parte de los sucesivos actores políticos puesto que, renovación tras renovación, no han dudado en hacer precisamente aquello que el Tribunal Constitucional entendió inadmisible. De esta forma, han convertido lo que debería ser la periódica elección de las personas más idóneas, en una siniestra ceremonia de reparto de cromos entre políticos. Ello ha generado la percepción de que estábamos ante nombramientos politizados, que no buscaban sino mermar la independencia judicial; percepción que no ha hecho sino crecer y crecer con el paso de los años.
En un sistema bipartidista, los vocales se repartían fácilmente y se les vestía con un traje de formal legalidad. Se distinguía así groseramente entre progresistas y conservadores. Buena muestra de lo anterior son las votaciones de los actuales –y anteriores– vocales del Consejo: se asumía sin rubor alguno la elección bajo un prisma partidista, y no de mérito y capacidad de quien forma parte del CGPJ, en un indirecto mecanismo de control sobre las altas esferas de la carrera judicial.
Y actualmente, en una nueva vuelta de tuerca al ya muy apretado engranaje institucional, los líderes del poder ejecutivo y de la oposición, a pesar del estruendoso lamento que los rodea y como si la fiesta no fuera con ellos, no es ya que den lugar a nombramientos más o menos cuestionables, es que estos ni siquiera se producen. Se han enrocado en posiciones que materialmente impiden año tras año –vamos a alcanzar ya el quinto aniversario de la afrenta– el normal funcionamiento del Consejo General del Poder judicial: ser el máximo y último garante de la independencia de la carrera judicial.
Dado el clima de polarización de nuestros partidos políticos –y de nuestra sociedad– no se ha cumplido el mandato legal que encomienda al legislador el desarrollo del proceso de renovación una vez que el mismo se ha iniciado. Este flagrante incumplimiento se remonta ya al año 2018, viene reiterándose desde entonces e irónicamente se extiende ya durante el mismo tiempo que hubiera debido durar el que hubiera debido ser el nuevo CGPJ, esto es, hasta 2023. Nuestras señorías parlamentarias han optado por mirar hacia otro lado a la hora de hacer su trabajo desde hace ya casi cinco largos años.
El tema no es baladí. Primero, hemos asistido impertérritos a la sucesiva cadena de jubilaciones –y fallecimientos– de los últimos vocales de un extinto e inoperante CGPJ, donde sus miembros siguen aferrados a sus puestos, inmersos en una especie de juegos del hambre. Incluso, este año hemos sido testigos de la separación entre la presidencia del CGPJ y del Tribunal Supremo, en contra de lo que establece la de la propia Constitución.
Segundo, ello ha afectado a la ciudadanía, y es que en esta pelea por él en el año 2021, se privó al Consejo General del Poder Judicial de la facultad de renovar determinados cargos. Era una forma de presión y una ‘solución’ temporal, pero ha supuesto que no se nombren a miembros de todas y cada una de las salas del Tribunal Supremo, las cuales languidecen ante las jubilaciones forzosas, en un panorama que el actual presidente del Tribunal Supremo no ha dudado en describir como desolador.
Nos encontramos con más vacantes, menos magistrados (la merma de efectivos en el alto tribunal supera ya el 30%), misma o mayor carga de trabajo, lo que se traduce en un incremento de los plazos de resolución. Si la justicia iba lenta, ahora nos encontramos ante una nueva dimensión del conocido efecto de las dilaciones indebidas que afecta, como es sabido, al núcleo central del derecho fundamental a una tutela judicial efectiva.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos acaba de afear a España esta falta de cumplimiento por parte del Parlamento y el más que ensordecedor silencio del Tribunal Constitucional, que rechazó siquiera estudiar un recurso interpuesto por varios magistrados candidatos a vocal. Es una sentencia histórica, lograda gracias al encomiable esfuerzo personal de varios integrantes de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria.
A diferencia de 1986, esta vez el Constitucional parece haber olvidado el necesario sometimiento a nuestra carta magna y a los principios de la época de la Transición, que conformaron nuestro modelo de convivencia.
La novela de John Kennedy Toole de la que este artículo toma su título refleja la crueldad del género humano. Y en la tragedia de la conjura de los necios que atravesamos en el ámbito judicial se retrata la necedad de quienes, desde las instituciones, fomentan su descrédito sin aparentar entender o conocer –o quizás aún sabiéndolo– las consecuencias que ello implica para nuestra democracia y el daño que supone a miles de personas que acuden a los tribunales en búsqueda de justicia.
Hasta cuándo nuestros parlamentarios abusarán de la paciencia de los ciudadanos y seguirán incumpliendo su obligación constitucional.
Verónica Pontees miembro del Comité Nacional de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria.
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