Aquí estamos de paso

Cuando hablen las guitarras

Arraigó el cante jondo y se quedó para siempre. Casó con los cantes locales y parió un estilo propio

Martillean los operarios montando y desmontando en el viejo mercado modernista de La Unión, la capital de la Sierra Minera de Cartagena. En apenas unos días se oficiará sobre su escenario la liturgia del arte flamenco, que se canta con sangre en la garganta, se baila con el brillo de un sudor que también habla y se expande, y se toca con la veloz precisión de la matemática con alma. Arrancará el Festival Internacional del Cante de las Minas.

El mercado de la capital minera acoge cada año, en la primera semana del mes de agosto, el más internacional de los festivales flamencos. Llegaron esos cantes a la costa murciana cuando a mediados del siglo XIX el cierre de las minas de Almería empujó a esta sierra a centenares de mineros y sus familias. Se trajeron en las alforjas además de víveres y esperanzas, sus modos de cantar la pena o alentar la esperanza, y ahí se quedaron, prendidos en la tierra, echando raíces porque se expresaban en un lenguaje universal y eran la voz de los que más allá no la tenían.

Arraigó el cante jondo y se quedó para siempre. Casó con los cantes locales y parió un estilo propio, sus cantes mineros. Un día pasó por allí Juanito Valderrama y les animó a defender la riqueza de ese patrimonio, de esa alma flamenca tan viva y poderosa. Principiaban los 60 del siglo pasado, y el aliento alumbró la primera edición del Festival. Era un concurso, pero también un escaparate. Y fue creciendo y expandiéndose, y terminó siendo internacional y único. Allí nació Poveda, se descubrió Pitingo, que este año vuelven al Festival; se consagró Mercé, creció Carmen Linares, reinó Morente, danzaron Baras y Esmeralda, tocó Paco de Lucía, brindó Tomatito, y hoy zapatean Galván o Guerrero y brillan Israel Fernández o Ángeles Toledano.

Todo el flamenco del mundo ha tenido asiento, honra y dominio sobre las tablas del mercado convertido en Catedral.

He vuelto a La Unión, he buscado refugio en el Portmán asesinado por la explotación minera que anegó su bahía de residuos y lodos tóxicos hasta hacer desaparecer uno de los rincones más espectaculares del Mediterráneo, uno de los siete Portus Magnus romanos del Mare Nostrum. Las heridas de una industrialización depredadora son visibles a lo largo de toda la sierra. Pero hasta esas marcas indelebles, que las autoridades de aquí están empezando a aprovechar como testimonios de una historia única que debe ser contada, resultan menos ingratas que que el estrépito de una política agresiva y paralizante, sumida en el desconcierto y la inoperancia hasta niveles que serían inaceptables si no hubiera empezado ya a funcionar la anestesia. Ha sido poquito a poquito, tacita a tacita, pero hemos ido aceptando una realidad de fragmentación y debates ásperos, de hipocresías y triples raseros, de alianzas impensables y portazos a la razón. Aunque sea de Estado. O quizá por ello.

Bajo de la política con mayúsculas a la política local que, en este caso, es mayor. A la que aquí se despliega para que el mar vuelva a ocupar su sitio o las minas y el paisaje roto de castilletes y chimeneas se conviertan en testigos de un tiempo que nos enseñó lo mejor y lo peor de nosotros.

Cuando empiecen a sonar los cantes y las guitarras, cuando vuelen las guirnaldas en el escenario de la Catedral, se amortiguará el bullicio de lo efímero y banal y se volverá a oficiar un año más la liturgia de una tradición que nos representa. Que es la esencia de nosotros mismos.