
Tribuna
Cuestión de fe
La personalidad de León XIV se afirma día a día, frente a la opinión de quienes han pretendido «etiquetarlo» de manera demasiado simplista

Hace apenas nada, el 8 de este mismo mes, aparecía en el balcón del Vaticano, como nuevo Papa, un fraile que hablaba de la paz, como bien superior, siempre posible. Un hombre serenamente emocionado, rodeado de un clima de tensión belicista, alimentada por toda clase de discursos, llamando a la carrera armamentística. En algún otro momento del pasado ya había advertido que las armas no son la solución. Según su criterio sólo sería eficaz, «volver una y otra vez a la palabra de Dios, alimento y escuela para los hombres».
La andadura de León XIV, como Sumo Pontífice, elegido apenas hace diez días, ha sido comentada hasta la saciedad, desde la perspectiva de su posible vinculación «patronímica» con dos excelsos antecesores: León I y León XIII. A propósito de su relación con éste último el propio cardenal Prevost, al momento de su proclamación, declaró haber tomado el nombre de León, principalmente, por cuanto ese Papa abordó la peliaguda y exigente cuestión social, que desafió a la Iglesia durante gran parte del siglo XIX.
Parecía abrirse la puerta a la hipótesis de un «seguidismo» a ultranza, en la huella del Papa Francisco. A día de hoy ya se han producido algunos gestos que cuestionan esta teoría. Por ejemplo, León XIV ha elegido como residencia el Palacio Episcopal y abandona la emblemática casa Santa Marta. Desde mañana domingo 18, seguramente aparecerán otras novedades. Ese día celebra la misa, en la plaza de San Pedro, con la que comienza oficialmente su pontificado. Todo un programa de actos, más o menos significativos, para las próximas semanas, algunos de los cuales ya conocemos, como el relativo a su primer viaje oficial que tendrá por destino Iznik, en Turquía, para encontrarse con Bartolomé I, patriarca de la iglesia ortodoxa.
Las biografías de Prevost y Bergoglio muestran evidentes puntos de encuentro, a propósito de la atención a los más desfavorecidos, a la necesidad de la justicia, de la caridad, de la fe. Sin embargo, la personalidad de León XIV se afirma día a día, frente a la opinión de quienes han pretendido «etiquetarlo» de manera demasiado simplista.
En cuanto a León I, la consideración de su figura como ejemplo, frente a situaciones de crisis decisivas, resulta difícil de eludir. El Papa Magno frente a la violencia genocida, que amenazaba a la sociedad de su tiempo, fue la voz de la paz. Atila, encarnación histórico-legendaria de la barbarie, se encontró en Mantua, camino de Roma, con la figura de un hombre sin más ejército que el valor de su palabra y la confianza en su fe. A su gesta magnífica, en defensa de Roma, habría que sumar otra de muy distinta naturaleza, pero de enorme significado también para León XIV. A la angustiosa situación política de mediados del siglo V, se sumaba la que atravesaba la Iglesia católica, ante la necesidad de buscar su unidad, amenazada por el maniqueísmo, el pelagianismo y el priscilianismo. Una tarea abordada en el concilio de Calcedonia (octubre-noviembre 451) en cuya declaración, sobre la unión hipostática de la doble naturaleza de Cristo, influiría, de forma determinante «El tomo a Flaviano», texto doctrinal cuya autoría corresponde a León I.
En su labor teológica y pastoral, buscando la comunión entre las diversas iglesias y la atención a las necesidades de los fieles, propugnaría la justicia y la caridad en Cristo. Afirmaría que con Él todo se puede. Su bagaje intelectual y teológico, le llevó a ser considerado «Doctor de la Iglesia». Benedicto XVI calificaba el pontificado de León I como «uno de los más importantes, sin duda, de la historia de la Iglesia».
Hay una amplísima coincidencia hoy, en el seno de la Iglesia católica, acerca de la necesidad de revitalizar la vida religiosa. Volver a llenar las iglesias es una expresión repetida. En cierto sentido la indiferencia en materia de religión, que denunciaba Lamennais hace dos siglos, entre los problemas capitales de aquel tiempo amenaza, ahora, a nuestra sociedad. Pero para recuperar la comunión eclesiástica es indispensable recobrar la confianza en la Iglesia, desde la fe a través de la palabra de Cristo.
He querido imaginarme a los Atilas, Gensericos y Odoacros de este tiempo, ante un Papa decidido a defender a los seres humanos de las amenazas del inhumanismo, que nos acecha en nuestros días, entre las múltiples formas del antihumanismo. Percibo la inquietud de quienes, desde la mentira y la degradación moral hasta extremos insospechados, pueden encontrarse ante una sociedad animada por el impulso de un cristianismo vivo. Me ha parecido observar que el atrevimiento de nuestros políticos decae ante un mundo que recupera los valores del humanismo cristiano. ¿Será posible? Cuestión de fe.
Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.
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