Con su permiso

Decadencia

Con la inestimable colaboración de las redes sociales, el intercambio de ideas ha sido sustituido por el de frases

Congreso
CongresoIlustraciónPlatón

Josefina lleva mucho tiempo sumida en la melancolía de lo que nunca fue, que es la más acerada de todas las añoranzas. Ya es mayor y le falla la memoria, pero recuerda los tiempos en que en el Congreso de los Diputados había debates en los que no sólo se enfrentaban ideas sino que las propias se exponían con una elocuencia y un sentimiento tales que si no convencían al adversario era porque lo impedía la disciplina de partido. Recuerda al ministro socialista de Economía Carlos Solchaga defender algo tan doloroso como las reconversiones industriales, con una consistencia argumental y un discurso tan perfectamente hilado que era imposible no entender o hasta aceptar eso que vendía a la Cámara. Cada año presentaba los Presupuestos con la misma elocuencia imbatible. Mariano Rajoy, Aitor Esteban o Íñigo Errejón han sido en tiempos más recientes portadores de una capacidad parlamentaria realmente notable. Todos ellos, cree recordar Josefina, merecedores en alguna ocasión del premio que cada año otorgan los periodistas parlamentarios al mejor orador del Congreso de los Diputados. Ya cada vez quedan menos. Quizá de época reciente y en constante e incuestionable crecimiento, Gabriel Rufián, que pasó de exhibir maquinaria ligera en la tribuna a disparar la más inteligente artillería pesada a propios y extraños, incluido entre los primeros del presidente del Gobierno al que siguen apoyando. Rufián es hoy por hoy prácticamente el único exponente del parlamentarismo más pegado a la verdad de lo que cabe exigir al Parlamento, que es criterio, eficacia, inteligencia y, desde luego, coherencia y consistencia ideológica. Con Rufián puedes o no estar de acuerdo, piensa Josefina, pero siempre aprende una escuchándole con atención y hasta puede divertirse viéndole exhibir su contagiosa vehemencia sobre la tribuna.

El hecho de que sea hoy por hoy una figura casi excepcional es lo que más preocupa a Josefina. Porque es el síntoma inequívoco de la pérdida de vigor en el diálogo de las cámaras de representación popular. Y esa pérdida de vigor en el diálogo es, sin duda, un retroceso en la propia robustez democrática del sistema. No se trata de volver al Castelar del discurso sobre la libertad religiosa o a la intervención de Pi i Margall celebrando la recién estrenada Primera República, joyas del parlamentarismo español, o el debate entre Victoria Kent y Clara Campoamor en torno al derecho al voto de las mujeres en la Segunda. Pero sí cabe exigir al menos un poquito de dignidad. Hace ya tiempo que falta tanta finura dialéctica como sobran torpeza y sectarismo, no hay quien cultive la oratoria aunque solo sea por vanidad y los debates son intercambios de pareceres irreconciliables sin vocación además de convencer. No hay originalidad, no hay talento, no hay capacidad de convicción… No hay ganas. Pero al menos la mediocridad no resultaba ofensiva por sí misma. Nos habíamos acostumbrado. Hace mucho que Josefina no admiraba discursos ni esperaba que los debates sirvieran para algo más que echarse en cara unos a otros cualquier cosa.

Sin embargo, estos tiempos de fragmentación y divisiones, de señalamientos y desprecio, del mira tú y tú más, de bandas y camarillas, parecen estarnos abocando a una vuelta de tuerca hacia lo directamente inadmisible en el territorio de la expresión política en el Parlamento. Lee y escucha Josefina a los analistas decir que la falta de ideas lleva a la oposición a tirar de vida privada del adversario para usarlo como arma política, y la ambición por mantenerse en el poder, al Gobierno y su presidente a hacer lo propio con tal de socavar la honestidad de los otros. Pero no cree ella que sea esa la única razón.

Hace tiempo que la estrategia partidaria cercena cualquier posibilidad de debate real: no se habla para convencer, sino para reafirmar en lo propio. La banalización del debate político tiene en esa circunstancia su expresión más evidente. Con la inestimable colaboración de las redes sociales, el intercambio de ideas ha sido sustituido por el de frases, y ya no se piensa en alto sino que se vomita en redes. No gana el más consistente, sino el más rápido. No vence quien convence sino quien pega más alto y más fuerte.

Y paso a paso hemos llegado ya a ese punto que Josefina estima insoportable que es el del uso del insulto personal, de los trapos sucios de la casa del adversario para debilitarlo. A Josefina le produce un desasosiego íntimo y amargo ver y escuchar este tipo de cosas de boca de los políticos y más aún en el Congreso de los Diputados. Y está segura de que a la mayoría de los ciudadanos tampoco les hace felices. Puede que los partidos crean que con ese pistolerismo zafio se llevan votos de los pistoleros zafios y quienes les jalean, pero sospecha que se equivocan de cabo a rabo. Escucha a algunos decir que qué bien éste o aquel por haberle dicho al otro la barbaridad, pero cuando pregunta al que aplaude si le parece serio, si cree que eso es equipaje de una política seria, nunca encuentra una respuesta afirmativa.

Si la deriva sigue siendo esta, pronto estaremos, desaparecida ya la admiración hacia la acción política, ante el más absoluto desprecio a su trabajo. La puerta abierta al populismo postdemocrático que ya se está metiendo entre nosotros. Y no quieren o no saben darse cuenta.