Delito fiscal
Despropósito de un juez
No puede afirmarse sin faltar a la verdad que la instrucción del «caso Nóos» llevada a cabo por el juez Castro sea un modelo de trabajo judicial ni un ejemplo de solvencia profesional. Es probable que la dimensión social y mediática que adquirió la investigación al ser imputado el yerno del Rey y afectar a su esposa, la Infanta Cristina, haya sobrepasado a un instructor de discreta trayectoria que, de pronto, se convierte en centro de atención nacional y sobre el que empiezan a llover elogios propios de un juez estrella. El ansia de notoriedad, sin embargo, no tendría nada de reprochable si no hubiera perjudicado la recta investigación y si los resultados hubieran sido impecables e incontestables. Pero no es así. Para empezar, el juez Castro ha dilatado la confección del sumario a plazos difíciles de justificar, con una parsimonia que parecía recrearse en el ruido mediático que se originaba cada vez que movía un papel, realizaba un viaje o tomaba una declaración. Pocas instrucciones judiciales en estos años han alcanzado tanto protagonismo mediático en tiempo real, hasta el punto de que buena parte de las diligencias practicadas por el juez llegaban antes a ciertas mesas de redacción que a las partes interesadas. Resultaba pasmosa la facilidad con la que del juzgado de instrucción salían toda clase de documentos con destino a su difusión inmediata. Se dirá que el propósito era alimentar un juicio social paralelo contra Urdangarín y la Infanta, cuya sentencia se daba ya por escrita: culpables. En todo caso, es evidente que José Castro no se ha sentido incómodo con ese clima inquisitorial de patio de vecindad, pues de lo contrario habría cortado de raíz, por ejemplo, la difusión de correos electrónicos, incluso íntimos, de Urdangarín, cuyo propósito era involucrar a la Corona. Es decir, de imputar, como sea, a la hija del Rey. Lo intentó el juez en abril pasado, pero marró el golpe y fue desautorizado con cierto desdén por la Audiencia de Baleares. También intentó que se imputara a Rita Barberá y a Francisco Camps, pero sólo recibió otro varapalo. El hecho cierto es que tras varios años de investigación y haber requerido de Hacienda hasta el justificante de 45 céntimos de un parking, José Castro se ha encontrado con que ni la Agencia Tributaria, ni el fiscal anticorrupción ni el abogado del Estado han encontrado indicios para imputar a la Infanta. El motivo del juez por el que todavía no la ha excluido de la causa se escapa a la lógica procesal. No es casual que el fiscal Horrach, en su durísimo escrito, sugiera incluso que Castro podría haber incurrido en prevaricación. Sea como fuere, ahora deberá extremar la puntería de su decisión. Por muy intensa que sea la tentación de convertirse en el primer juez que imputa a un miembro de la Familia Real, se arriesga a otro varapalo que pondría un triste final a su carrera, ya en trance crepuscular.
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