Eutanasia
El suicidio nunca puede ser legal
El suicidio asistido y con publicidad de María José Carrasco, enferma terminal, a la que su marido, Ángel Hernández, miembro de una asociación que defiende la eutanasia como un derecho, suministró un veneno adquirido en el mercado negro, tenía que elevar, por fuerza, el debate de la muerte digna al primer plano de la opinión pública. Que detrás de esta acción proselitista se encuentre la tragedia terrible del sufrimiento de décadas de una mujer afectada por una dolencia degenerativa incurable, no ha sido, por supuesto, óbice para la utilidad de quienes, desde la casuística, pretenden imponer sus convicciones al conjunto de la sociedad. Porque el caso de María José Carrasco, humanamente desolador, no es representativo de lo que realmente significa la eutanasia en el cuerpo social, con sus connotaciones de banalización de la muerte y estigmatización de la enfermedad, ni debería, en justicia, convertirse en caballo de batalla electoral. Ayer mismo, el doctor Marcos Gómez Sancho, coordinador del Observatorio de Cuidados Paliativos y de Atención Médica al Final de la Vida de la Organización Médica Colegial, señalaba que la legalización de la eutanasia iría en contra de la libertad de elección de unos pacientes y de sus familiares que no tienen ni la capacidad ni la posibilidad de elegir, porque no tienen acceso a un servicio de cuidados paliativos digno de ese nombre. Denunciaba que, en España, cada día mueren 140 enfermos con un sufrimiento intenso y se lamentaba de que una sociedad avanzada como la nuestra no disponga de recursos suficientes para eliminar el sufrimiento humano que no sea acabar con la persona que padece. A nuestro juicio, es en esas carencias que tan crudamente describe el doctor Gómez Sancho donde se encuentra el fondo del problema y a remediarlas deberían dedicar todos sus esfuerzos nuestros representantes políticos, comenzando por implantar la especialidad de cuidados paliativos en nuestro sistema sanitario, que es el único de Europa donde no existe, e incrementando las partidas presupuestarias para apoyar económica y asistencialmente a pacientes, cuidadores y familiares. La alternativa, pues, no puede consistir en la legalización de hecho del suicidio, asistido o consentido, que es lo que demandan los partidarios de la eutanasia y que, al parecer, se ha convertido en una nueva seña de identidad progresista, como si la cultura de la muerte no hubiera existido desde que la humanidad camina sobre la tierra. De hecho, como indican la mayoría de las encuestas, el rechazo a la eutanasia es socialmente transversal, con independencia de creencias religiosas, posiciones morales o políticas, y no preocupa especialmente a una sociedad que, por supuesto, sabe distinguir perfectamente entre lo que significa acelerar la muerte de una persona y la prolongación inútil de la vida de los enfermos terminales, mediante lo que se ha dado en llamar «encarnizamiento terapéutico». Finalmente, y ante el caso de María José Carrasco que, por la crudeza de las imágenes hechas públicas, no puede dejar de sensibilizar a una opinión pública que, como la española, siempre demuestra empatía con el sufrimiento ajeno, hay que señalar que nuestro ordenamiento legal ya tiene en consideración las circunstancias extremas que pueden condicionar la asistencia al suicidio de un familiar. El Código Penal, que regula en su artículo 143 la inducción al suicidio o la cooperación con el suicidio de otros, prevé una rebaja significativa de las penas si hay petición expresa de la víctima y ésta padece una enfermedad grave, supuestos en los que, según todos los indicios, está incluido su marido, Ángel Hernández, detenido por la Policía, y que lo habría sido igualmente, aunque hubiera estado en vigor la ley de eutanasia que llevó el PSOE al Congreso y que decayó por el adelanto electoral.
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