Crisis migratoria en Europa

Europa ante un nuevo Aquarius

La Razón
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Ayer, la embarcación «Lifetime», fletada por una ONG alemana, procedió al rescate de 224 inmigrantes africanos que se habían quedado a la deriva frente a las costas de Trípoli, en Libia. Lo de menos son las contradicciones en el Gobierno italiano sobre el tratamiento del caso, porque lo que importa es que Roma, como ya ocurrió con el buque «Aquarius», no parece estar dispuesto a permitir este tipo de operaciones en su área de influencia y va a proceder al trasbordo del pasaje a buques de la Marina Nacional y a la consecuente inmovilización del «Lifetime», que será investigado por supuestas irregularidades, una vez que los Países Bajos han negado el uso legítimo de su pabellón a la ONG, según afirma el ministro de Transportes latino, Danilo Toninelli, del Movimiento 5 estrellas. Como es probable que Malta siga en su misma política y el buque en cuestión no dispone de suficientes medios para atender a tantas personas en una larga travesía se cierran las opciones entre un indeseado embargo o pedir refugio en Francia o España. Es cierto que el despliegue en aguas del Mediterráneo de barcos de rescate privados supone un aliciente para las mafias de la inmigración ilegal, por cuanto representan una especie de «seguro de viaje» y les permiten eludir las rutas más vigiladas por los guardacostas oficiales, pero, también, lo es que sin esa labor, el número de inmigrantes ahogados en el mar, que se calculan en más de 3.000 en 2017, se hubiera duplicado. Estamos, pues, entre dos situaciones que se retroalimentan y que no admiten soluciones parciales ni gestos individuales, por más que con ellos se pretenda llamar la atención internacional e interpelar conciencias. Si alguien piensa que los meses de este verano que comenzó ayer, cuando las olas y los vientos se apaciguan, no van a ser testigos de un repunte de la avalancha migratoria es, seguramente, porque desconoce como fluctúan los precios de pase y embarque que manejan las mafias, según la temporada. No existe una solución fácil a la hora de afrontar un problema que, sin duda, condicionará las interpretaciones que los historiadores del futuro hagan de esta primera mitad del siglo XXI. En efecto, nunca los flujos migratorios fueron tan elevados, tan dispersos geográficamente, ni respondieron a tanta multiplicidad de factores, pero es un hecho que van a continuar incrementándose a medida que la brecha se agrande entre unas sociedades prósperas, con servicios sociales avanzados, seguridad jurídica, paz ciudadana y libertad de empresa y otras sometidas a la violencia, la dictadura ideológica o la corrupción de sus clases gobernantes. El próximo domingo, los representantes de los países más corcernidos por la situación, entre los que se encuentra España, mantendrán una reunión informal en Bruselas, preparatoria de la cumbre de finales de junio, que debería servir para limar tensiones y, al menos, discutir propuestas que mejoren la coordinación de las políticas de asilo. En este sentido, tiene cierta razón Italia, como hace unos años la tuvo España, cuando se queja de la insolidaridad de sus socios ante las abrumadoras llegadas a sus costas, pero la solución no puede ser el bloqueo de puertos ni, mucho menos, la agitación populista sobre unas poblaciones que se sienten amenazadas por el fenómeno migratorio y que están cambiando el sesgo político de su voto hacia posiciones extremas. Si la UE, con toda su potencia económica, no es capaz de encauzar los flujos migratorios, no se puede exigir mayores esfuerzos a países que, como Marruecos, Mauritania o Senegal, por no hablar del caso de una Libia convertida en Estado fallido, se han convertido en lugares de tránsito para centenares de miles de africanos. El populismo con la inmigración no sirve más que para agravar el problema.