Política

La democracia supone respetar el resultado de las urnas

La Razón
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La apelación a una figura providencial para solventar momentos de crisis políticas no es nueva y, además, supone hacerle un flaco favor al sistema democrático, por cuanto sustituye la voluntad popular por una especie de elección de aristos, más propia del modelo censitario de pasados siglos. De ahí que, por más que se disfrace dialécticamente con términos suaves, la propuesta del líder de Ciudadanos, Albert Rivera, de formar gobierno con una personalidad independiente y de consenso significa, lisa y llanamente, escamotear la decisión de los electores. Incluso si una decisión de tal envergadura no encontrara la debida oposición popular, como ocurrió en el caso de la designación del primer ministro italiano Mario Monti (2011-2013), en un caso diáfano de tecnocracia, las urnas no tardan en poner a cada uno en su sitio: sometido a escrutinio, Monti apenas obtuvo un diez por ciento de los votos en las elecciones de febrero de 2013. Si citamos el caso italiano es para advertir contra la tentación de los atajos fáciles, del providencialismo, en la acción política, que no sólo supone saltarse las reglas del juego, sino que abre la puerta a acuerdos y proposiciones que no figuraban en el contrato electoral que los partidos firman con sus votantes al presentar a un candidato determinado a las urnas.

Pero, además, la propuesta de Albert Rivera parte de un falso supuesto: que la imposibilidad de un gran acuerdo de Estado entre los tres principales partidos constitucionalistas se debe a la incompatibilidad personal entre los actuales líderes del Partido Popular y del PSOE, cuando la razón última hay que buscarla en la deliberada estrategia socialista de eliminar al centro derecha como alternativa de gobierno llegando, incluso, hasta la deslegitimación ideológica. Una práctica que ha llevado al PSOE a pactos descabellados con partidos que defienden posiciones de dudosa constitucionalidad y que, en consecuencia, ha hecho que la socialdemocracia española caiga hasta sus peores resultados electorales y corra el riesgo de ser fagocitada por la izquierda populista y nacionalista. Sin embargo, pese a la dureza del mensaje socialista contra el Partido Popular, con argumentos más propios de los antisistema y unas formas sobreactuadas que sólo han traído crispación a la vida política española, nadie puede obviar el hecho de que el partido que preside Mariano Rajoy está firmemente inscrito en la democracia occidental, que conjuga los principios de libre mercado y Estado del bienestar, y que es el modelo ideológico mayoritario en el ámbito de la Unión Europea. Es decir, que no existen diferencias insalvables respecto al modelo económico, social y territorial que impidan un acuerdo de gobierno entre populares y socialistas. Lo que hay es la incapacidad de los actuales dirigentes socialistas –imbuidos de una falsa superioridad moral y aquejados de una amnesia preocupante sobre sus décadas en el poder– para aceptar que ha sido Mariano Rajoy quien ha ganado las últimas elecciones y no Pedro Sánchez. En llevar al PSOE a ese convencimiento, que supone reconocer el derecho que asiste a gobernar a quien tiene el mayor respaldo en las urnas, debería poner todos sus empeños el líder de Ciudadanos, al que pueden no gustarle Rajoy y Sánchez, pero que no tiene ni voz ni voto en la vida interna de los otros partidos.