Jubilación

La despoblación, un problema real

Los últimos datos del INE sobre movimientos de población en España, referidos al primer semestre de 2018, no hacen más que confirmar la tendencia negativa del último lustro. Si en 2012 se alcanzó el máximo histórico por número de habitantes, con 46,8 millones, el censo de este año refleja un descenso de 200.000 inscritos. Con dos hitos: el mayor número de fallecimientos y el menor número de nacidos desde 1941, año en que comenzaron los registros estadísticos. Es el segundo ejercicio con crecimiento vegetativo negativo –mas muertes que nacimientos– y el quinto consecutivo en el que aumenta el número de fallecimientos. Por supuesto, podemos encontrar una causa inmediata en la grave crisis económica mundial, que cortó de raíz la mejora sostenida de la tasa de fecundidad española –que alcanzó su pico en 2009, con 1,46 hijos por cada mil mujeres, frente a la de 1,3 de 2017–, pero lo cierto es que nos hallamos ante un problema estructural de largo alcance, que sólo el extraordinario incremento de la inmigración durante la pasada década había conseguido disimular. Además, demográficamente, España sufre la «tormenta perfecta», con caída de los nacimientos, mayor esperanza de vida y un cambio de patrón territorial que convierte en auténticos desiertos amplias zonas del interior peninsular. De hecho, el 56 por ciento de los ayuntamientos españoles viene perdiendo habitantes en los últimos treinta años y ya hay comarcas, como la alcarreña de Molina de Aragón, cuya densidad poblacional es inferior a la de Laponia. Pero si bien la despoblación del mundo rural es una tendencia general en el planeta –a partir de 2014 más de la mitad de los habitantes de la tierra vivían ya en áreas urbanas–, en España el problema se agudiza por los bajos índices de natalidad, que son los menores de Europa occidental detrás de Italia; la caída de la nupcialidad y el retraso en la decisión de tener el primer hijo. Y sin embargo, la mayoría de los estudios demoscópicos revelan que las mujeres españolas desean tener hijos, más de uno, y que son causas exógenas a su voluntad las que operan en contra. La misma evolución de los movimientos poblacionales que ha puesto de manifiesto el INE confirman lo que nos dicen los sondeos de opinión. Es, fundamentalmente, la falta de estabilidad económica que sufren los españoles entre los treinta y los cuarenta años, cuando se hallan teóricamente en su plenitud profesional, lo que retrasa la decisión de la maternidad. Como ya hemos señalado, si la tasa de fecundidad venía incrementándose durante los años de crecimiento económico, y no sólo por la aportación de los inmigrantes, ésta se desplomó a partir de 2011, cuando empezaron a notarse con más fuerza los efectos negativos de la recesión. Así, que en el primer semestre de 2018 se hayan producido menos nacimientos en números totales que en uno de los peores años de la posguerra, cuando la población española no alcanzaba los 26 millones de habitantes, no sólo se explica en los profundos cambios sociales y de costumbres, sino en las dificultades que encuentran las nuevas generaciones a la hora de formar una familia. Con todo, lo más significativo es que no se trata de un hecho insólito, que haya podido sorprender a nuestros representantes públicos. Con la misma constancia con que se deteriora la pirámide de población, los demógrafos, sociólogos y representantes de las distintas asociaciones de familia vienen reclamando medidas a largo plazo que reviertan la tendencia. En el mundo rural y en las ciudades, porque el problema es general de España y es uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta la sociedad. Pero, por lo visto, siempre hay problemas más urgentes, o más agradecidos electoralmente, de los que ocuparse.