Catolicismo

La diplomacia de la humanidad

La Razón
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Es muy conocida la anécdota de cuando Stalin despreció el verdadero poder del Vaticano y preguntó cuántas divisiones tenía el Papa, pero es inevitable que, de tiempo en tiempo, vuelva aquella demostración de un dictador implacable que sólo creía en la razón de la fuerza, y que nada que pudiera salir de la Iglesia católica podría tenerse en consideración. Con el viaje del Santo Padre a Lesbos, la isla griega frente a las costas turcas convertida ahora en campo de concentración de refugiados –en su mayoría sirios– que huyen de la guerra, vuelve esa misma pregunta insidiosa formulada por esos políticos pragmáticos que donde hay dolor humano sólo ven un engorroso problema. Es evidente que la fe de los católicos no puede resolver la crisis humanitaria provocada por los conflictos armados que han abierto en canal Oriente Medio y, de manera especial, Irak y Siria, pero menospreciar el valor moral del Papa Francisco al ir al lugar mismo donde se produce el dolor y clamar abiertamente «no estáis solos» demostraría la deshumanización de la vida pública. Ése es uno de los síntomas de esa política entendida como cálculo en el que se mide en la misma balanza muertos y votos. La visita del Papa a Lesbos es un gesto de coraje y compromiso con el credo cristiano basado en el principio de que la Iglesia no puede permanecer impasible ante una situación como la de estas miles de personas, hombres, mujeres, viejos, niños, heridos en su dignidad como personas, tratados como una masa inerte. Son los sin nombre, que, como en ciertos tristes periodos de la historia del siglo XX, deambulan por Europa sin presente y, lo que es peor, como volvió a señalar ayer Bergoglio, sin futuro. El Papa viajó en julio de 2013 a la isla de Lampedusa para denunciar la muerte de miles de emigrantes al intentar alcanzar las costas italianas (se calcula que en las últimas dos décadas, más de 25.000 personas han perdido la vida en el Canal de Sicilia), sin embargo, aquel mensaje lleno de rabia, en el que calificó los naufragios de «vergüenza, vergüenza», se ha olvidado. No en balde, Francisco acuñó esa omisión permanente al dolor ajeno como algo más que un olvido involuntario: dijo que es la «globalización de la indiferencia». La misión del Santo Padre no ha sido otra que llamar la atención y poner un espejo ante los dirigentes europeos en una situación que conocen sólo desde informes y partidas económicas, con la distancia de quien no ha estrechado las manos de estas personas que sufren. Es necesaria una solución inmediata. No es fácil. Ni hay que caer en culpabilizar al conjunto de la Unión Europea de este desastre, ni tampoco permitir demagogias populistas frente a los «burócratas de Bruselas». Ante todo, hay que resolver un problema humanitario y acordar con claridad que los que huyen de la guerra son refugiados homologables a la Convención de Ginebra de 1951 y, aunque los países de acogida crean que existen también casos de emigración económica, incluso que se puedan generar problemas de seguridad por la infiltración de terroristas, existen medios para controlar estas posibilidades. El acuerdo entre Alemania y Turquía por el que se expulsa a este último país a todos los extranjeros, incluidos los refugiados sirios, que lleguen a las costas griegas, ha resultado ser una manera de no afrontar la verdadera crisis, y eso a pesar del gran esfuerzo que el Gobierno germano está realizando (se propone integrar en el mercado laboral a 100.000 refugiados). Por otra parte, existe el problema de origen que ha desencadenado esta situación: el conflicto en Siria, para el que hacen falta soluciones en las que participen las grandes potencias. El Papa no tiene divisiones blindadas, pero sí la autoridad moral de hablar ante el silencio de la comunidad internacional.