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Sánchez ante el peso del gobierno
Apenas seis meses atrás, el actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se deshacía en críticas a su antecesor, Mariano Rajoy, por la perversión que, a su juicio, suponía que la Seguridad Social debiera acudir a créditos extraordinarios para hacer frente al pago de la pensiones. Pues bien, el primer Consejo de Ministros del nuevo Ejecutivo ha tenido que insistir en ese recurso «perverso» y solicitar un préstamo de 7.500 millones de euros para poder abonar la paga extraordinaria de verano que corresponde por ley a los jubilados. Por supuesto, no pretendemos criticar la decisión, que responde, evidentemente, a los desequilibrios del sistema provocados por la extraordinaria entidad de la crisis económica que sufrió España y que empezaban a corregirse, sino poner de relieve el largo trecho que existe entre la posiciones meramente ideológicas y las exigencias de una gestión pública, que no admite fórmulas mágicas ni apelaciones al voluntarismo a la hora de afrontar sus responsabilidades. En este sentido, y si algo nos ha demostrado la primera semana en el cargo del presidente Sánchez es que el peso del gobierno no se sostiene ni sobre eslóganes ni sobre la mera buena voluntad de quien lo ejerce, de la que no podemos dudar lo más mínimo. Los hechos son tozudos y el tiempo, ese gran maestro insobornable, acaba por fijarlos. Así, y con independencia de que los recursos a la gestualidad forman parte del arsenal político de cualquier gobernante, no importa del signo que sea, el nuevo Ejecutivo socialista se ha visto confrontado tanto a imprevistos –un nombramiento errado, el del ex ministro Màxim Huerta, y otro criticable, el del ministro de Agricultura Luis Planas, imputado por un juez– como a realidades previas, que la moción de censura por sí misma no podía hacer desaparecer ni mucho menos, transformar. No habrá, por lo tanto, derogación de la reforma laboral que impulsó el expresidente Mariano Rajoy, que tan buenos resultados está dando en la reactivación del mercado de trabajo, ni la universalización de la asistencia sanitaria supone poco más que una declaración de principios sobre la situación actual, en la que ya las comunidades autónomas y los ayuntamientos prestaban asistencia a los inmigrantes irregulares que la precisaban. Nada, tampoco, ha cambiado en la situación frente a la Generalitat de Cataluña, cuyo presidente, Quim Torra, pese a los ilusionados llamamientos al diálogo de Pedro Sánchez, se mantiene en el desafío separatista, aunque, de momento, verbal; pretende reanudar las políticas de preparación secesionista de su antecesor, Carles Puigdemont, –caso de la reapertura de las «embajadas» que, en realidad, actúan como difusores propagandísticos– e insiste en la legitimidad de las actuaciones del gobierno autónomo catalán en la organización del referéndum ilegal. Pero, también otras decisiones que, aparentemente, responden a conceptos humanitaristas generalmente compartidos acaban por tropezar con el hecho de nuestra pertenencia a la Unión Europea y a la necesaria coordinación de las políticas migratorias. El inmediato incremento del número de pateras, muchas simples balsas de playa, en aguas del Estrecho responde, sin duda, a varios factores, pero no es posible descartar entre ellos el «efecto llamada» del acogimiento de la flotilla del «Aquarius», muy publicitada dentro y fuera de nuestras fronteras. Las mafias de la inmigración, siempre atentas a cualquier cambio político en la ribera norte del Mediterráneo, no tardarán en desviar las rutas hacía aguas más amables. En resumen, y dentro del período de gracia que se debería conceder a cualquier nuevo Gobierno, sólo pretendemos señalar que estas primeras dificultades a las que se enfrenta Pedro Sánchez son sólo un pálido reflejo del peso del poder.
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