Gobierno de España

Una degradación institucional

Donde no puede llegar el Gobierno, llegan los independentistas. Donde la vicepresidenta, Carmen Calvo, habló de que el «relator» o mediador sólo sería un mero asistente en la comisión de partidos, el vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonès, da una vuelta de tuerca a la propuesta para que se entienda y a costa de la credibilidad del Pedro Sánchez: lo que decida dicha mesa de partidos deberá ser respetado por las instituciones. Es decir, una reunión de partidos que está por encima del Parlamento. Esa es la misión del «relator» y esa es también la misión de dicho organismo: crear las bases para un futuro pacto que deje al margen el papel del Congreso. Claro que es bueno que los partidos hablen –lo hacen constantemente–, pero cuando sus decisiones afectan a la base del pacto constitucional, el diálogo debe mantenerse dentro de la institución que representa a la soberanía popular. Es irónico que el secesionismo hable de diálogo cuando el Parlament está cerrado y convertido en un instrumento propagandístico más del separatismo, tan degradado como la propia presidencia de la Generalitat. Señal, suponemos, de que el plan independentista sólo se puede ejecutar al margen de las instituciones. Sánchez sigue los mismos pasos, dejando al margen al Parlamento de una «solución política» de la que se desconoce todo –sólo está claro que el objetivo de PDeCAT y ERC es el derecho de autodeterminación– de la que están fuera el PP y Cs, primeros partidos de la oposición en el Congreso y Parlament, respectivamente. La oposición ha sido marginada por Sánchez en un desprecio sin precedentes –desde el pasado agosto, no han mantenido ningún contacto–, por lo que sólo han dejado la vía de la protesta ante este insulto a nuestra democracia. La ambición es consustancial a la política y carecer de ella, incluso alardear de no tenerla o de estar de paso en la profesión, puede llevar a la inacción. El problema reside en ambicionar más de lo que se tiene, de lo que realmente se puede tener. Pedro Sánchez tiene un escaso capital político –en democracia la fuerza sólo se mide en los votos, ni siquiera en la autoridad moral– de 84 escaños y consiguió el Gobierno con el apoyo de los partidos independentistas catalanes, los que unos meses antes habían protagonizado un golpe contra la legalidad democrática. Ese es el pecado original de Sánchez y de ahí viene la crispada situación política que vive España en estos momentos. Querer retener el poder con esa dependencia hacia unos partidos que sólo buscan la liquidación de la Constitución del 78 y de la unidad territorial está provocando un daño de graves consecuencias en nuestra democracia. Como señaló ayer el ex presidente Felipe González, se está produciendo una verdadera «degradación de las instituciones». La primera víctima, como siempre, es la verdad, porque acusar a PP y Cs de la radicalización de la vida política y no a sus socios secesionistas –los mismos que en octubre de 2017 declararon la independencia de Cataluña– es una manipulación grosera. Sánchez está gobernando a golpe de decreto –cuando Podemos se lo permite– y la aprobación de los Presupuestos nos ha conducido a asistir al capítulo bochornoso en la negociación con los independentistas. Ni siquiera están ya en juego las partidas económicas destinadas a Cataluña, sino la «solución política al conflicto», llevando el debate a un punto en el que quienes tiene que aprobar las cuentas hablan abiertamente de condiciones como «acabar con la represión». Sánchez ha propiciado un juego confuso y peligroso, que está llevando al desconcierto hasta a los propios socialistas, donde ha mezclado su propia supervivencia con la estabilidad política de España, negándose a convocar elecciones. Hay motivos para la protesta.