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Una obra que vale una vida

Adolfo Suárez fue, ante todo, un hombre de su tiempo. Le tocó estar al frente del primer Gobierno de la democracia en un país que bullía, que recibió con esperanza el cambio de régimen, donde el futuro era una incógnita y había una única certeza: nadie quería volver al pasado, excepto aquellos que hicieron todo lo posible por detener nuestra marcha hacia una sociedad plenamente democrática. Fue un hombre de su tiempo porque, además de vivir en esa vorágine y él mismo ser arrastrado en muchos momentos por los acontecimientos, conocía bien cuál era el pulso de la calle y sus anhelos, y sabía, sobre todo, que la sociedad española estaba por delante de sus gobernantes –después de todo, sin ninguna experiencia democrática, ni derecha, ni izquierda–, y es que, pese a que veníamos de una dictadura, España era un país más desarrollado que lo que le correspondería por su pasado político y que ante todo quería vivir en libertad. Fue un momento crucial de nuestra historia, de tal complejidad que hoy todavía no llegamos a comprender cómo acabó siendo un ejemplo político para otros países que emprendían la senda de la democracia. Sólo la perspectiva histórica puede situar en su justa dimensión a un personaje como Adolfo Suárez, que fue hijo de un tiempo inestable definido, como dijo el filósofo, por lo viejo que no acaba de morir y lo nuevo que no ha nacido todavía. Acabó devorado por él y, como en una tragedia clásica, su sacrificio valió la democracia. La Transición política, de la que fue el actor clave junto a Don Juan Carlos, consistió en un gran acuerdo basado, no en hacer realidad los programas políticos de los recién estrenados partidos, sino en justamente lo contrario, en desprenderse de los sueños irrealizables para conseguir lo realmente posible: una democracia parlamentaria homologable a las occidentales. No fue fácil y, sin embargo, espantando los fantasmas de nuestro drama nacional, fue posible. Suárez introdujo un elemento clave en un mapa político todavía marcado por el antagonismo irreconciliable heredado del franquismo: la creación de un partido de centro, la UCD, que se situó no como opción ideológica, sino con una vocación reformista que aspiraba a la centralidad y moderación en la sociedad española. Desde entonces, en España sólo se ha podido gobernar con éxito desde esa mayoría social. El perfil de Suárez, elegido por el Rey para pilotar esta operación, coincidía plenamente con el de un hombre pragmático, sin una carga ideológica que le lastrase, sin vínculos partidistas fuertes, sin apego a los políticos de cátedra que tanto le despreciaron (a él, por contra, no le importó definirse como un «chusquero» de la política) y con la audacia del hombre hecho a sí mismo y sin grandes apoyos en el régimen, pese a haber ocupado importantes responsabilidades. Su carrera política fue tan corta como intensa y transcurre en el periodo de tiempo que se acepta como el de la Transición, entre la aprobación de la Ley para la Reforma Política en diciembre de 1976 –con la que se desmantela jurídicamente el franquismo– y la llegada al poder del PSOE, en octubre de 1982 –tras el intento de golpe de Estado del 23-F y días después de la dimisión de Suárez–. Estos años estuvieron marcados por decisiones de gran trascendencia, algunas tomadas en solitario –lo que le hizo aumentar su ya larga lista de enemigos– y otras sabiendo sumar al consenso a todas las fuerzas políticas, lo que tampoco le sirvió para aliviar la durísima oposición de la que fue objeto, y de manera especial por parte de los socialistas. Fue decisión de Suárez, por ejemplo, legalizar el Partido Comunista y fue también empeño de él forjar los Pactos de la Moncloa, ajuste económico imprescindible para la paz social. Durante estos cuatro años y medio, se sentaron las bases de nuestro sistema de partidos, se definió la nueva organización territorial del Estado, se aprobó la Constitución y la Monarquía, como clave de bóveda de nuestro sistema, fraguó su legitimidad con la sociedad española. A pesar de todo, el 29 de enero de 1981 Adolfo Suárez presentó su dimisión. Por encima de los muchos motivos que le obligaron a tomar esta decisión, resuena todavía una confesión noble y trágica: «Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis». Sus palabras se cumplieron, no sin el riesgo que supuso la intentona del 23-F. Adolfo Suárez se marcha en silencio, sin poder decir la última palabra. Algunos sostienen que la arquitectura creada por la Transición está dañada, confundiendo los deseos con la realidad. Sin duda, fue la obra ingente de una generación que se fraguó con un consenso constitucional inédito en nuestra historia, que hay que conservar, cuidar y mejorar. Suárez fue el símbolo de aquellos años y España debe rendirle tributo en estos momentos.