Venezuela
Venezuela es lo primero, no Trump
Ningún demócrata estará en desacuerdo con el titular de Exteriores, Josep Borrell, cuando afirma que la solución a la crisis venezolana pasa por unas elecciones presidenciales libres, limpias y verificadas por la comunidad internacional, pero otra cuestión muy diferente es si es lícito moralmente pedir a una población desarmada que se enfrente a una tiranía sanguinaria, como está haciendo el pueblo de Venezuela y, al mismo tiempo, afirmar que no todas las opciones de apoyo están encima de la mesa, que es lo que dijo ayer el ministro en el Congreso, como si temiera que le identificaran con Donald Trump, el malvado de guardia de toda la progresía internacional, pero el único gobernante, por el momento, que está actuando con eficacia para dar una oportunidad de libertad a los venezolanos. Y esto es así, porque una vez que las principales democracias occidentales, con Washington a la cabeza, decidieron reconocer como presidente legítimo de Venezuela a Juan Guaidó y como única institución legalmente democrática a la Asamblea Nacional, exigiendo la renuncia de Nicolás Maduro, cualquier vacilación, cualquier tentación de compromiso con el chavismo condenaba en el corto o el medio plazo a la muerte, la prisión o el exilio a aquellos venezolanos que se atrevieran a dar la cara por la libertad. Todos recordamos cómo acabaron en un baño de sangre los últimos intentos de la oposición, que había ganado por mayoría absoluta y cualificada, las elecciones legislativas, y cómo el dictador desconoció las urnas y se sacó de la manga un parlamento hecho a su medida. En efecto, sólo la presión del denostado Trump, las advertencias de las consecuencias que tendrán que afrontar aquellos chavistas que impulsen la represión del pueblo, mantiene en libertad, aunque sea precaria, al joven Guaidó, y evita que las fuerzas parapoliciacas del régimen bolivariano se salten todos los frenos. Y aún así, más de cuarenta personas han sido asesinadas en Venezuela desde el 23 de enero y otras 850 se encuentran detenidas en horrendas condiciones. En todo este proceso, sin embargo, España se ha mentenido en una posición meramente declarativa y, a efectos prácticos, no ha llevado a cabo actuación alguna que sirva realmente para presionar al Gobierno de Caracas en la dirección debida. Se argüirá, y es cierto, que el jefe del Ejecutivo español, Pedro Sánchez, ha elevado el tono contra Nicolás Maduro –le ha tildado de «tirano»–, le ha dado un plazo de ocho días para convocar elecciones y que, en su papel de delegado de la Internacional Socialista, ha expulsado de la organización al nicaragüense FSLN, el partido que preside Daniel Ortega, pero, en todo caso, siempre han sido acciones bajo la cobertura de un organismo multilateral, sin mayor trascendencia. Incluso podríamos señalar que tuvieron que venir claras indicaciones desde otras capitales de la UE, Berlín, París y Londres, principalmente, para que España, que debería haber liderado la respuesta europea, se aviniera a reconocer oficialmente a Juan Guaidó. El Gobierno español llega tarde y mal a este conflicto y, sin embargo, no se va a ahorrar ninguna de los inconvenientes que acarrea la defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos cuando es una dictadura de izquierdas la que los conculca. Ya tuvo un aviso ayer el ministro Josep Borrell de cómo se las gastan los antiimperialistas de este mundo. No es, pues, seguidismo de Washington lo que se le pedía al Gobierno de Pedro Sánchez ni, tampoco, amenazas de intervenciones militares que nadie desea. Se le pedía una posición firme, rápida e inequívoca de apoyo a un pueblo desarmado que trata de desembarazarse a cuerpo limpio de una tiranía execrable. Un pueblo, además, hermano.
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