Con su permiso
Esta debe ser la famosa normalización
La élite gobernante hace tiempo que se conduce con trazas de importarle lo del bien común exactamente un bledo
Silvia se siente ofendida. Mucho. Acaso sea su alma sensible o un orgullo poco hecho a aceptar envites, pero lo de Puigdemont le ha parecido un insulto personal. Lo de menos es que el protagonista quede como un payaso ridículo y pretencioso y quienes montaron el numerito de regreso para hacerle un héroe con influencias políticas, como bobos entregados a un líder incapacitado. Allá ellos con su anotación nada al margen en la historia del esperpento. Lo que le molesta, le irrita, le subleva, es que al menos dos gobiernos o no hayan hecho nada o hayan pactado que nada se haría. Es escandalosamente estruendoso el silencio del gabinete Sánchez. O al menos eso le parece a Silvia. Supone que sabrían del cómo y cuándo de la llegada del payaso (y que le perdonen los profesionales que se desgañitan en hacer reír a los niños) a pesar de que el CNI, o sea, los servicios españoles de inteligencia, no vigila al independentismo porque así lo ordenó Sánchez. La nueva directora, Esperanza Casteleiro, sacó en mayo a los independentistas de la Directiva de Seguridad, lo que detuvo los seguimientos e investigaciones.
Pese a ello, no se cree Silvia que las Fuerzas de Seguridad del Estado (incluidos, desde luego, los Mossos d’Esquadra) no tuvieran pistas de lo que haría el caballero catalán de la triste figura. La detención de dos de ellos por ayudarle en la fuga no es sino la expresión palmaria de que aquí también habrá chivos expiatorios, y que estos dos serán los tontos útiles de la farsa. Seguramente convencidos de su papel esencial en lo que quizá sea para ellos un acontecimiento histórico. Pero chivos al fin. Y expiatorios.
Porque esta coreografía del ridículo tiene toda la pinta de haber sido, si no pactada, al menos consentida. ¿A santo de qué ese silencio tan atronador como el del bosque tras los incendios que mantiene el gobierno de España? ¿A qué viene también la puesta de perfil del gobierno catalán ante semejante agravio a las instituciones y los ciudadanos y el ridículo de su propia policía? Porque un agravio lo es a todos los que no son fanáticos del payaso. Que un tipo así, cuya situación personal está condicionando la política de una de las potencias de la Unión Europea, se pasee por Barcelona y desaparezca tras una pared blanca con una fuga de primero de prestidigitación cutre, es una forma de decir que las instituciones del Estado trabajan para la desigualdad más que para el bien común. Porque la élite gobernante hace tiempo que se conduce con trazas de importarle lo del bien común exactamente un bledo. Pero que la Policía autonómica y, de inevitable rebote, la Guardia Civil y la Policía Nacional no hayan sido capaces de atender a su responsabilidad y detener al fugado es un auténtico escándalo.
Si ha habido pacto, malo. Si no lo ha habido y se ha permitido que el Estado haga el ridículo como precio para la llamada estabilidad política (que es un eufemismo para hablar de amarre marinero al poder) peor aún. Cierto es que Sánchez ha conseguido que la pantomima no le reventara la investidura a su Illa, pero el precio se le antoja a Silvia ha sido altísimo. En desprestigio institucional de gobiernos y de las Fuerzas de Seguridad y en ofensa a los ciudadanos normales y corrientes que pagan sus impuestos y cumplen la ley so pena de sanciones, que en este caso ni se dan ni se las espera, es mayúsculo.
A la hora de compartir estas reflexiones con el lector o lectora, Silvia no tiene constancia de que Puigdemont haya sido detenido. Y lo más probable es que esté a punto de aparecer en otro lugar del mundo.
El tipo, además, no tiene ni cuajo ni entidad siquiera para ser mártir. Lo habría demostrado si se hubiera dejado detener. Eso habría sido un líder generoso y capaz. Silvia, a la que seguramente le falta mucha información, pensó en algún momento que el martirologio pasaría por la detención, encarcelamiento, debate social y público sobre la ley de Amnistía y excarcelación final con aplicación de esa misma ley o cualquier otra horneada para la ocasión. Pero el cliente de Boye no ha tenido valor. Ha demostrado su miseria moral. Al público en general, pero especialmente a los suyos. La calculada entronización ha terminado siendo un escupitajo al aire que le ha alcanzado a él mismo.
Pero eso importa poco. Al menos a Silvia. Que el que sospechábamos bobo y por un momento creímos hábil hasta que ha vuelto a demostrar que realmente es un delincuente de cortísima razón, no es relevante. Sí lo es, y mucho, la ofensa consentida o quizá pactada a la soberanía institucional, la igualdad ante la ley o la inteligencia de la ciudadanía.
Sánchez tiene ya el poder en Cataluña y a Puigdemont haciendo el ridículo, pero sin desactivar del todo porque sigue necesitándole. Es, en todo caso, él quien desde Moncloa ha ganado la batalla. A un precio alto. Pero ¿a quién le importa que hoy Silvia se sienta ofendida y las policías españolas hayan hecho el ridículo?
Como diría el profesor Carlos Rodríguez Braun, esta debe ser la famosa normalización.
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