Tribuna

Yo estuve allí. No llegué tarde

Con el vuelo del Miura-1 hace unos días, España se ha unido al selecto club de las potencias espaciales

Aunque parezca raro, llevo toda la vida creyendo que llegué tarde a este mundo. El asunto tiene su explicación. Solo una semana antes de nacer, tres astronautas de la misión Apolo 15 amerizaron en el Pacífico tras una reentrada perfecta. Dave Scott, Al Worden y Jim Irwin habían logrado armar con éxito un rover eléctrico que le había costado a la NASA algo más de diecinueve millones de dólares (de 1971). Gracias a él pudieron alejarse lo suficiente de su nave como para traerse a casa una roca de 4.000 millones de años de antigüedad. Mis padres, que se habían conocido en un bar de Rosas la noche en la que Neil Armstrong pisó por primera vez la Luna, apenas prestaron atención a aquello. Worden e Irwin eran el séptimo y octavo hombres sobre la Luna. Pura rutina para muchos. Y mi madre estaba ya fuera de cuentas, preparándose para otra clase de aterrizaje.

Como la mayoría de españoles, tampoco en el hogar de los Sierra nadie se fijó en la Apolo 16, en abril del año siguiente. Y las celebraciones navideñas del 72, siendo yo un bebé rollizo y tragón, eclipsaron por completo las retransmisiones de la Apolo 17 desde la Luna. Gene Cernan, el último hombre que la pisó, cerró la escotilla de su nave diciendo aquello de «nos vamos como vinimos, con esperanza y paz para la humanidad», sin que mis padres lo escucharan.

Me perdí toda aquella épica. Pero en los años siguientes, los álbumes de cromos, las películas de ciencia ficción y hasta las músicas en la radio -como Space Oddity de David Bowie o Fly me to the Moon de Sinatra- se incrustaron en mi memoria fustigándome por haber nacido después. ¡La aventura más grande de la Historia había pasado a mi lado sin darme cuenta!

Fue en esa infancia, por cierto, cuando descubrí que las familias de Cabo Cañaveral, en la Florida de los sesenta, organizaban pic-nics cerca de las plataformas de lanzamiento cada vez que sabían de un despegue. Entonces la mayoría acababa en desastre, como aquel viejo cohete Atlas que, en la primavera de 1959, vieron elevarse los siete candidatos a astronautas del programa Mercury antes de reventar sobre sus cabezas. John Glenn se quedó lívido, y solo recuperó el color cuando Alan Shepard -el que se convertiría en el primero en ponerse en la punta de otro Atlas con su Freedom 7- soltó aquello de «bueno, me alegra que nos hayan quitado ese trasto de en medio».

Crecí, pues, frustrado por no tener un Cabo Cañaveral cerca, ni un grupo de amigos con los que montar una fiesta para asistir a un lanzamiento. Pero todo eso, por increíble que parezca, ha cambiado hace solo unos días. Y lo ha hecho gracias al esfuerzo de una compañía privada impulsada por dos ingenieros de Elche, que también -como yo- llegaron tarde a la carrera espacial. PLD Space ha trabajado durante los últimos doce años en la creación de un programa de cohetes cien por cien españoles, para lograr la puesta en órbita de satélites y cargas comerciales. Gracias a un acuerdo con el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) consiguieron que les fiasen un risco en el Coto de Doñana, situando en él su plataforma de despegue. Y ahora, tras dos intentos abortados en el último segundo, acaba de lanzar su primer cohete.

Esta vez, claro, sí he estado allí. No llegué tarde. A las dos de la madrugada del pasado 7 de octubre, horas antes de que Israel empezara a desangrarse, sumido en una oscuridad total, bajé los ciento setenta escalones y doce rellanos que separan la playa de Mazagón del Parador Nacional -situado en el límite de la zona de seguridad de la prueba- y lo vi. En realidad, distinguí mucho más que un proyectil rompiendo la noche onubense. Allí, en la playa, como si los hubieran convocado a un after, se movían medio millar de personas venidas de todas partes. Eran «tardones» como yo. Fiesteros del espacio. La mayoría seguía desde sus móviles la cuenta atrás que la compañía estaba retransmitiendo en directo. Y la sensación de sentirlos cerca, conteniendo la respiración, me electrizó. Recordé entonces a las tropillas que iban a las pruebas de los Atlas americanos y se tumbaban en las capotas de sus descapotables para no perder de vista sus ascensos. Comprendí la efímera emoción de recibir la onda sonora del cohete segundos después de distinguir su luz, y por primera vez compartí con ellos el orgullo de ver a mi país adentrarse en la exploración de lo desconocido.

De hecho, lo comprendí todo. Un cohete no es solo ingeniería. Es una invitación a soñar.

Con el vuelo del Miura-1 hace unos días, España se ha unido al selecto club de las potencias espaciales. Nos hemos convertido en el primer país europeo en lanzar un vehículo espacial de iniciativa privada, y además lo hemos hecho desde suelo peninsular. Y no en cualquier suelo: a menos de diez kilómetros del Médano del Loro -el risco cedido por el INTA- fondearon las tres carabelas con las que Cristóbal Colón cambió los mapas del mundo en 1492.

«Yo he estado allí», me repito desde entonces. «No he llegado tarde».

Ojalá vengan pronto muchos lanzamientos más y, un día, logremos incluso enviar a uno de los nuestros al espacio «con esperanza y paz para la humanidad». Que falta nos hace.