
Tribuna
Si Felipe II levantase la cabeza...
Debe haber pocas experiencias en la historia comparables con la titánica tarea que afrontaron los españoles del XVI y del XVII. Destinaron a ella las mentes más brillantes y los ánimos más esforzados que podían encontrarse
Visitar Filipinas es reencontrar una historia que parecemos empeñados en olvidar. Y es apasionante. Filipinas fue la parte más alejada del imperio español, la que justificaba aquella orgullosa y astronómica expresión: «el imperio donde nunca se ponía el sol». España llegó a estas islas buscando lo que todas las potencias de la época buscaban: el acceso fácil a las fuentes de las codiciadas especias. Encontró mucho más. Encontró una endemoniada geografía de miles de islas, montañas infranqueables y selvas impenetrables, volcanes, tifones y terremotos. También un universo humano igualmente complejo, con centenares de grupos de diversa entidad y diferente grado de civilización. Un conjunto abigarrado y caótico, que hablaba centenares de idiomas diferentes y mutuamente incomprensibles, cuyo desarrollo político apenas había superado la fase tribal. Además, el archipiélago estaba situado en una zona en la que a finales del siglo XVI reinaba una anarquía pirática. Por el sur llegaban los relativamente pacíficos comerciantes árabes, pero también los salvajes piratas malayos, ambos musulmanes. Una situación que resultaba conocida para nuestros antepasados: al otro lado del mundo habían encontrado un enemigo que les era familiar. En el norte y el oeste acechaban otras amenazas depredadoras igualmente temibles. Los chinos y japoneses, habían encontrado en la piratería una apetecible actividad económica y en las atrasadas Filipinas un fácil escenario para sus depredaciones.
Repentinamente, desde el este, aparecieron los españoles. Venían de paso, pero estaban decididos a dejar huella. Y bien que lo hicieron. En 1521 llegó la expedición de Magallanes. Se fueron pronto porque no encontraron en aquellas islas lo que buscaban. Sin embargo, dejaron un recuerdo tan imborrable que los filipinos consideran esa arribada como el origen de su historia y de su identidad. Y unos testimonios que aún perduran: La cruz que Magallanes plantó en la playa de Cebú y la estatua del Santo Niño, que Legazpi y Urdaneta encontraron milagrosamente intactos en 1565. Los filipinos sienten una verdadera veneración hacia ambas reliquias.
Los españoles establecieron un modelo nuevo de relaciones humanas. No querían repetir los errores de la conquista americana. Por ello, las instrucciones de Felipe II habían sido taxativas. No se podía maltratar de ninguna forma a los nuevos súbditos. Ni a ellos ni a sus posesiones. Y había que protegerlos de las amenazas exteriores. El ejemplo y la persuasión debían de emplearse como instrumentos fundamentales para conseguir el principal objetivo: su conversión al cristianismo en el seno de la Iglesia Católica. A fuer que lo consiguieron. Hoy día el 90% de los filipinos son cristianos. El 80% católicos. Es impactante encontrar en cada vericueto filipino un testimonio de esta increíble historia. Por un lado, las piedras. Las de los fuertes españoles, conservadas con mimo. Las de las calles de ciudades de sabor mestizo. Sobre todo, las de los templos. Los centenares de iglesias y conventos que salpican la geografía filipina. Unos templos que no son una reliquia embalsamada. Que siguen vivos y activos desde hace cuatrocientos años. Y que han sido reconstruidos una y otra vez tras terremotos, tifones devastadores y vandalismos piráticos. Tienen una original belleza sincrética que ha sido reconocida por la UNESCO, haciendo de varios de ellos patrimonio de la humanidad.
Por otro, el elemento humano, el carácter amable y familiar de costumbres, hábitos y expresiones. Desde los hispanismos que nutren el idioma filipino hasta los alimentos. Pero sobre todo la religiosidad de un pueblo que respira en cristiano. Que se percibe por doquier. En los versículos del evangelio inscritos en la parte trasera de los omnipresentes tuctucs. En las instrucciones de seguridad que se escuchan en los ferris interinsulares que comienzan con un padrenuestro. En los rosarios que adornan la inmensa mayoría de los retrovisores. En las invocaciones al Altísimo, dibujadas tanto en los barquitos pesqueros como en los turísticos. En las repletas y numerosas misas dominicales. Hay un cierto nacionalismo victimista que percibe como un histórico fracaso la pérdida del español. Quizás sea lo contrario. Una prueba del humanismo universalista de nuestros antepasados, que consideraron importantes los idiomas autóctonos. Decidieron protegerlos y usarlos como instrumento de evangelización.
Debe haber pocas experiencias en la historia comparables con la titánica tarea que afrontaron los españoles del XVI y del XVII. Destinaron a ella las mentes más brillantes y los ánimos más esforzados que podían encontrarse. Consiguieron así, en aquel maremágnum inmanejable, crear una sociedad construida en torno a los valores que definen lo que llamamos civilización occidental. Lo atestigua el tremendo puente atirantado construido entre las islas de Mactán y Cebú por la empresa española ACCIONA. Luce en todas las caras de cada uno de sus pilares una gigantesca cruz luminosa. Se inauguró en 2021 para conmemorar los 500 años de la llegada del cristianismo a Filipinas, momento que consideran el origen de su historia y el fundamento de su identidad.
Si Felipe II levantase la cabeza, cosa improbable, seguramente desdeñaría los lamentos por la pérdida del idioma. Pero admiraría, orgulloso, la construcción de una sociedad armónica en sus contradicciones; basada firmemente en el catolicismo universalista que él defendió; convertida en uno de los mayores éxitos de la acción de España en la historia.
Antonio Flores Lorenzoes ingeniero agrónomo, historiador y antiguo representante de España en la FAO.
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