Tribuna

El hombre que salvó al mundo

El héroe que evitó un desastre nuclear y millones de muertos y heridos no merece el anonimato y el silencio de la historia

Julen Brenda en el prólogo de su libro «La traición de los intelectuales» escribe: «Tolstói refiere que siendo oficial [de Artillería] y viendo durante una marcha, a uno de sus compañeros golpear a un soldado que se salía de la fila, le dijo: ¿No le da vergüenza tratar así a uno de sus semejantes? ¿No ha leído usted el Evangelio? A lo que respondió el otro: ¿Y usted, no ha leído los reglamentos militares?»

Algunos militares, en cierta ocasión de su vida, se han encontrado en la tesitura de tener que decidir entre el Evangelio y los reglamentos castrenses o, en términos laicos, entre el deber y la obediencia a las órdenes debidas. Es obvio que en la inmensa mayoría de las ocasiones, el «deber» consiste en el estricto cumplimiento de los reglamentos militares, pero en otras ese «deber» se aparta excepcionalmente de las legítimas órdenes debidas, creando así una colosal duda, capaz de mortificar al ser más lúcido, porque la decisión que adopte puede ser de tal trascendencia que podría acarrear trágicas consecuencias, tanto para quien decide como para sociedades enteras. Fue el caso del teniente coronel de la Fuerza Aérea rusa, Stanislav Petrov, quien en 1983, hace ahora hace 40 años, contravino, para bien de la humanidad y gran perjuicio suyo, el reglamento que debía cumplir.

Eran tiempos críticos de la guerra fría. El 23 de marzo, el presidente Reagan lanzaba la «Star War» o «guerra de las galaxias» y los soviéticos estaban en alerta ante sus posibles consecuencias. La tensión era máxima. En esta situación, el 1 de septiembre de 1983, por razones desconocidas, aunque todo apunta a un desafortunado error en los sistemas de navegación de a bordo, el vuelo 007 de Korean Airlines que volaba de Nueva York a Seúl, vía Anchorage (Alaska), penetró en el espacio aéreo soviético y los rusos, creyéndolo un avión militar, lo derribaron, muriendo 269 personas, incluidos un senador y varios ciudadanos americanos. El hecho no podía suceder en peor momento.

En estas circunstancias, en la noche del 25 de septiembre, el teniente coronel Stanislav Petrov se encontraba como Jefe de servicio en el Centro de Alerta Temprana de Moscú, donde coordinaba la Defensa Aeroespacial Rusa. Su función era analizar y verificar los datos de los satélites soviéticos para detectar un posible ataque nuclear americano. Sus instrucciones eran claras y precisas: en caso de producirse un ataque nuclear norteamericano debía alertar de inmediato a sus superiores, quienes necesariamente iniciarían el correspondiente contraataque nuclear masivo sobre Estados Unidos y sus aliados. Poco después de la media noche los sistemas saltaron, sonaron las alarmas y las pantallas anunciaban la aproximación de un misil balístico internacional, seguido de otros cuatro supuestamente lanzados desde una base militar norteamericana. El teniente coronel Petrov manteniendo la calma en tan excepcional momento, pidió confirmación de avistamiento aéreo, que no pudo realizarse por las condiciones meteorológicas, pero los minutos avanzaban inexorablemente y había que tomar una decisión. Petrov, quien conocía bien los satélites rusos, sabía que podían fallar y, además, era consciente que un ataque nuclear, de producirse, sería masivo y no solo de cinco misiles. Tenía que decidir si alertaba a sus superiores, tal y como exigía el reglamento, lo que supondría el inmediato contraataque nuclear ruso, o cumplía con el evangélico «deber» de evitar una catastrófica guerra nuclear, dejándose llevar por su convencimiento de la incongruente información facilitada por los satélites, todo ello bajo su exclusiva y personal responsabilidad. El teniente coronel Petrov decidió, con gravísimo riesgo personal, no informar del incidente y, finalmente, el ataque nuclear no se produjo desapareciendo de las pantallas la señal de los supuestos cinco misiles, apoderándose el júbilo de los componentes del Centro de Control.

Este incidente nos muestra las debilidades de nuestros sistemas defensivos, altamente tecnificados pero vulnerables, al igual que pone en evidencia la altísima cualificación técnica y humanística que la complejidad actual exige para ocupar determinadas responsabilidades en la Defensa Nacional.

El teniente coronel Stanislav Petrov fue efusivamente felicitado por sus superiores y le prometieron honores y distinciones, pero la realidad fue muy distinta. La burocracia soviética no pudo soportar que un funcionario, por muy cualificado y acertado que fuera –investigaciones posteriores certificaron el error del satélite ruso– se hubiera saltado el reglamento, aunque con ello hubiera evitado una accidental guerra nuclear. El teniente coronel Petrov fue sancionado y cesado en su puesto y al poco fue invitado al retiro voluntario con una mísera pensión de menos de 200 dólares al mes y obligado a vivir el resto de sus días en un lúgubre apartamento en un suburbio de Moscú, aunque cuando los países occidentales tuvieron conocimiento de ello le honraron con todo tipo de reconocimientos. El hombre que salvó al mundo, el héroe que evitó un desastre nuclear y millones de muertos y heridos, no merece el anonimato y el silencio de la historia.