Tribuna

Los jueces

A pesar del hostigamiento constante del Gobierno y sus medios de comunicación, son capaces de oponerse a los atropellos del «sanchismo»

Los jueces
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En el Antiguo Testamento, y parece que en el actual también, los jueces fueron convertidos en guías y libertadores del pueblo. Sería de 1150 a 1025 a.C., desde la muerte de Josué hasta el nacimiento de Samuel. Según otra cronología, entre 1445 a.C., comienzo del Éxodo, y el cuarto año de Salomón; un total de 480 años. Israel sufría entonces, en ciertos momentos, los problemas derivados de un poder sin «auctoritas», ética y moral. Hubo al menos doce jueces o catorce o más; pocos pero eficaces para corregir aquella situación. Ahora nos encontramos en un periodo mucho más breve, desde 2017 hasta hoy. Y se hace imprescindible el cumplimiento ejemplar de las funciones de aquellos colectivos, con especial compromiso constitucional, que deben asegurar el imperio de la ley, asentada en los principios de legalidad.

En menos de una década España ha sufrido un acelerado proceso de desguace. La insolidaridad regional, en algunos casos; los intereses bastardos de ciertas autonomías; la pésima gestión de una clase política deleznable; y la complicidad cobarde de muchos ciudadanos, han permitido el «éxito» de la estrategia de división y enfrentamiento, entre los españoles, auspiciada por el Gobierno; hasta llegar a imponer un clima de odio y confrontación cada día mayores. Sánchez, personaje teofórico de un dios llamado poder personal, viene amenazando al pueblo con someterle a la más abyecta autocracia. Se anuncia como profeta mayor del socialismo, a modo de intermediario entre él, o sea su «sanchidad», (según le califican diversos medios) y la divinidad absoluta. Sumo sacerdote de la mentira, instalada como valor superior a la verdad, inspirador y vigilante del único discurso válido; «reescribidor», cuando no simplemente «borrador», de la historia española.

España es un país especial por muchas cosas. Una de ellas, la de contar con algunas personas excepcionales, a lo largo de su discurrir histórico. No solamente militares; raras veces políticos; profesionales de gran nivel, dentro y fuera de la administración pública; y, entre estos, algunos jueces. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos, que llamamos normales, tienden simplemente a la corrección. El español actual prefiere ser «correcto» (corregido, guiado, enderezado, sobre todo políticamente), o sea sumiso a las directrices de quien tiene la potestad para imponer las pautas a seguir. En suma, poco celoso de su libertad. El sanchismo ha ido más lejos, potenciando la falta de actitudes críticas, es decir, racionalmente construidas, para lo cual reduce a la mínima expresión la capacidad de pensar, ahogada entre la presión del relativismo y la eliminación del lenguaje, vaciado de contenido y subordinado al discurso hegemónico.

Así se ha conformado una sociedad inane, que posibilita la aniquilación de las instituciones, sometiéndolas a la voluntad del Gobierno. Y la confusión de los tres poderes básicos de un Estado de derecho, con la voluntad del presidente del Ejecutivo. En su discurrir hacia la aniquilación de la democracia, ha implantado el miedo a disentir públicamente del discurso oficial. Y el odio entre los adversarios políticos. Ha impuesto además, en muchos casos por decreto, una serie de normas que eliminan derechos fundamentales y consagran otros contra natura.

Proclamada «solemnemente» la muerte del Legislativo, convertida su sede en sentina donde el insulto y la burla grotesca campan a sus anchas hasta el aburrimiento de quienes siguen viviendo de su inactividad, apenas queda una sombra de apariencia democrática. Tal vez por eso, conscientes de su propio sinsentido, los sedicentes representantes de la soberanía nacional repiten, a cada paso, la misma muletilla asegurando que España es «una democracia consolidada». La situación alcanza límites inquietantes cuando la Justicia se va diluyendo, en la medida en que la responsabilidad individual y colectiva, acaba instalándose en un espacio cómodo, donde no se distingue la verdad de la mentira. Por si acaso el Gobierno hace lo posible y lo imposible por convertir a los jueces y fiscales en lacayos de La Moncloa.

En estos momentos en los que la política española agoniza, víctima de la metástasis, generada por la corrupción del Gobierno, o languidece de manera preocupante, por incapacidad manifiesta en el caso de la oposición, se levantan las figuras de una serie de jueces, cuyos nombres están en el ánimo de todos. A pesar del hostigamiento constante del Gobierno y sus medios de comunicación, son capaces de oponerse a los atropellos del «sanchismo». El juez Marchena advierte algo no por oído menos inquietante. La Justicia, el último asidero frente al totalitarismo, está amenazada, según manifiesta en el magnífico libro que acaba de publicar. No sólo por injerencia del Gobierno; ni por el sometimiento a los intereses gubernamentales de algunos jueces y fiscales. También amenazan la administración de justicia, las propias deficiencias y carencias para su ejercicio; empezando por las de carácter técnico y concluyendo con su utilización torticera por la clase política.

Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.