El ambigú
La mano que mece la cuna
En una democracia nadie está por encima de la ley, ni siquiera aquellos que la interpretan
Dicen que Churchill dijo que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, pero realmente lo que dijo fue que la democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás. La democracia liberal es el sistema político más moderno y adolescente y está necesitado de permanente protección, la mejor democracia está por venir y vendrá. La paradoja del poder en democracia es que quienes están llamados a protegerla pueden convertirse en su mayor amenaza. Ya no son los golpes de Estado ni movimientos reaccionarios los que más riesgo representan, sino la erosión interna del sistema por quienes deberían preservarlo. Cuando el poder se ejerce sin límites, cuando se debilitan los controles entre poderes y se utilizan instituciones clave como meros instrumentos políticos, se pervierte la esencia misma del Estado de Derecho. Montesquieu advertía que «todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él; hasta que encuentra límites». En un sistema democrático, esos límites están definidos por el principio de separación de poderes, el respeto a la legalidad y la independencia judicial. Pero ¿qué sucede cuando quienes tienen la obligación de garantizar estos principios los subvierten en su beneficio? La respuesta es clara: se rompe el equilibrio institucional y se abre la puerta a una forma de despotismo encubierto. El Tribunal Constitucional debe ser un árbitro neutral en la interpretación de la Carta Magna y debe sustraerse a cualquier tipo de instrumentalización en decisiones clave; la cuestión no es tanto la decisión sino los motivos de esta, y nunca debe actuar como una extensión del poder político sino solo como garante de los derechos fundamentales. John Locke afirmaba que «donde termina la ley, comienza la tiranía». En una democracia, nadie está por encima de la ley, ni siquiera aquellos que la interpretan; los integrantes del alto Tribunal, como cualquier otro servidor público, responderán por sus decisiones si estas constituyen una mala praxis. La independencia del tribunal no puede ser un escudo para la impunidad, como tampoco es el poder judicial un refugio para quienes actúan al margen de su deber de imparcialidad. El desafío es defender el Estado de Derecho con la misma vehemencia con la que algunos intentan desmontarlo: no podemos permitir que los controles institucionales sean dinamitados desde dentro. La separación de poderes no es un capricho, sino el pilar que garantiza el equilibrio y evita la acumulación desmedida de autoridad. Cuando el poder ejecutivo invade las funciones del legislativo, o cuando éste se convierte en un simple apéndice que refrenda las iniciativas gubernamentales sin un control efectivo, el principio de representación plural y debate público queda gravemente debilitado. El intento de amedrentar al poder judicial constituye un ataque directo al Estado de Derecho, pues se desfigura la última barrera que protege a los ciudadanos frente a posibles excesos del gobierno. Como señaló Montesquieu: «Para que no se pueda abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder». Las durísimas críticas desde instancias gubernamentales y afines hacia órganos judiciales cuestionando su independencia, además de dañar la credibilidad del poder judicial pueden interpretarse como un mecanismo de presión. El anuncio reiterado de reformas legales dirigidas a restar competencias o a reorganizar la estructura y funcionamiento del poder judicial puede traducirse, en la práctica, en una forma de intimidación. Si el juez o magistrado sabe que sus decisiones pueden llevar a modificaciones legales en su contra, la independencia del criterio judicial se ve comprometida. Si el ejecutivo, el legislativo o el propio poder judicial se desvían de su función constitucional, deben rendir cuentas. En palabras de Aristóteles: «La ley debe gobernar sobre los gobernantes».