Tribuna
Milenarismo y cambio climático
El pesimismo sobre la condición humana, dominada por el consumismo, y sobre su porvenir amenazado, ejerce un efecto tremendamente negativo sobre las actitudes, particularmente sobre las de muchos jóvenes
Una vieja tradición imagina al Papa Silvestre II diciendo la misa de la noche de Navidad del año mil ante multitudes aterrorizadas por la proximidad inminente del fin de los tiempos, que se produciría inexorablemente con el milenario del nacimiento de Cristo.
El Papa Silvestre II, nuestro entrañable y razonable Gerberto de Aurillac, como la mayor parte de la Iglesia, no participaba de aquella superstición por lo que dijo su misa con la tranquilidad que dan la esperanza y el uso de la razón de forma adecuada. Como otros muchos hombres empeñados en sacar a la humanidad de las tinieblas, Gerberto consideraba imprescindibles la razón y el conocimiento como instrumentos esenciales proporcionados por un Dios amoroso a sus criaturas.
En cualquier caso parece que es cierto que una buena parte de la cristiandad experimentó los temores del año mil de forma intensa y paralizante. La fractura fue lo suficientemente intensa como para que a partir de entonces, se conozca como milenarista a cualquier movimiento social que predice el advenimiento inminente de la catástrofe definitiva.
Durante el resto de la edad media hubo sucesivas oleadas milenaristas relacionadas con las grandes epidemias, las invasiones o las guerras. Pero llegó la Ilustración, y con ella el racionalismo, y muchos prejuicios y obsesiones humanas pretendieron volverse respetables mediante el procedimiento de envolverse en ropajes pretendidamente racionales y científicos.
Primero fue Malthus, que demostró con argumentos pretendidamente irrebatibles que el crecimiento de la población haría a corto plazo insuficiente la producción de alimentos, con consecuencias catastróficas para la humanidad. Las ideas de Malthus fueron tan influyentes que su nombre se incorporó al vocabulario habitual, de forma que se denomina maltusianismo a toda actitud humana, política o cultural destinada a frenar el crecimiento de la población.
Después vino el marxismo, que probablemente ha sido el peor de los milenarismos cientifistas. Su profecía del final apocalíptico del capitalismo, si no se producía una revolución que lo transformara en una utopía socialista, ha influido de forma decisiva en la historia reciente. El fracaso de los sistemas políticos basados en las ideas marxistas y la opresión inhumana a que estos sometieron a los pueblos que han dominado, no ha sido suficiente argumento para una gran parte de la intelectualidad occidental.
Ya en épocas recientes los milenarismos se han sucedido bajo aspectos similares que se suceden de forma trepidante. En los años 60 y 70 se asistió a un resurgimiento del maltusianismo, uno de cuyos hitos fue el informe sobre los límites del crecimiento del influyente Club de Roma que pronosticó el colapso de la civilización por la insuficiencia de la producción de alimentos. Como contraargumento decisivo, que ignoran los profetas del desastre, se impone la realidad de que más de mil cuatrocientos millones de hindúes se alimentan hoy mucho mejor de lo que lo hacían los seiscientos millones que vivían en los tiempos de la laica y socialista señora Ghandi.
También sucedió con las crisis del petróleo que se sucedieron después de la guerra árabe – israelí de 1973. Se llegó a pronosticar que el petróleo se acabaría en un plazo máximo de 30 años. Ya han pasado 50 y aquí estamos.
Y así llegamos al último acceso milenarista que cuenta con todas las características para convertirse en uno de los más duraderos e influyentes de la historia. Parte de hechos sin duda objetivos, que encierran una gravedad innegable – la situación medioambiental de crecientes porciones del planeta es insoportable – pero saca conclusiones ideológicas, que se han transformado en dogmas políticamente correctos que nadie pude criticar, ni discutir, sin quedar como un obtuso reaccionario.
Tan innegable es la evidencia del calentamiento global en la actualidad como difícil es negar las alteraciones significativas en épocas pasadas en las que la acción humana era irrelevante. En los siglos XII y XIII se cultivaban viñedos en Gran Bretaña y los vikingos colonizaron el sur de Groenlandia. Esto cambió con la «pequeña época glacial» que se inició en el siglo XIV y se extendió hasta el XVIII. El clima cambia de forma natural por razones aún no del todo claras, pero que en el pasado han tenido poco que ver con la actividad humana.
La incógnita es en qué medida la acción de los humanos incide en la evolución del clima. No hay suficientes evidencias de que esa innegable influencia sea la única causa existente, pero se está actuando como si lo fuera y ello encierra gravísimos riesgos. Porque ¿Y si esta hipótesis no fuera cierta? ¿Y si la evolución del clima obedeciera también a factores naturales de fondo sobre los que no podemos influir? En este caso la actitud de la humanidad debería ser otra. Tenemos suficientes conocimientos y medios para desarrollar mecanismos que permitan la adaptación a las nuevas situaciones. Se evade la pregunta porque la creencia en la culpabilidad única de los humanos en el cambio se ha asentado firmemente en la mentalidad de la época y actúa a modo de dogma indiscutible.
Por ello el peor efecto para el futuro es de índole moral. Supone un profundo cambio antropológico porque implica pasar de concebir al ser humano como el centro de la creación a considerarlo una especie de parásito para el planeta. El pesimismo sobre la condición humana, dominada por el consumismo, y sobre su porvenir amenazado, ejerce un efecto tremendamente negativo sobre las actitudes, particularmente sobre las de muchos jóvenes. Si estamos ante procesos destructivos de los que el hombre es el principal responsable y a pesar de toda la experiencia histórica no se confía en que puedan modificarse las tendencias actuales ¿para que esforzarse en cambiar algo? Posiblemente esta actitud cultural está contribuyendo a la extensión del individualismo hedonista y del nihilismo que arrasan nuestra civilización, porque afectan a una de las condiciones que contribuyen al avance de los hombres, porque destruyen la esperanza.
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