Tribuna

Náusea

Algunos etarras sí sentirán arrepentimiento. Otros no. Como sus acólitos que les jaleaban en las calles con aquel miserable «Eta, mátalos» o «devuélvenos la bala» con que se aterrorizó a los familiares de las víctimas.

Ni Sartre, quizá, pudo prever en toda su intensidad hasta dónde es capaz de llegar la ignominia y la maldad del ser humano. Más el que asesina fría y despiadadamente. O el que cincuenta años después reconoce su participación en un asesinato por el que ni se le imputó o conoció su participación y menos su procesamiento. Luego vino una amnistía que olvidó y perdonó, tal vez crímenes tan abyectos y abominables que nunca debieron ser amnistiados. Eta, la banda asesina, siguió asesinando. No solo eso, llegaron los años de plomo, de un sufrimiento indecible y una socialización del daño atroz a toda la sociedad.

La náusea como se trató en aquél magistral libro del intelectual francés escrito a finales de los años treinta del siglo más convulso y destructivo que ha existido, no era conocimiento, sino conciencia no posicional de la contingencia que uno es. La náusea revela a la conciencia de su propio cuerpo. Pero, un terrorista, un asesino, ¿acaso tiene conciencia? Sabe lo que hace, sabe el resultado posible de su acción, y quiere asesinar. Y lo hicieron, vaya si lo hicieron. Aquella hidra sangrienta sesgó vidas, rompió familias, abrió brechas en una sociedad que miró mayoritariamente hacia la indiferencia y el silencio cobarde.

Ahora en un documental uno de aquellos pistoleros, de los que más asesinatos cometió y que cumplió un año de cárcel por cada uno de ellos, reconoce uno. Y lo triste es que, en estos años de vacío absoluto, ya pocos se escandalizan. Porque puestos a sorprendernos por algo, que no sea etéreamente vacío, ya nadie se sorprende por nada. Así de triste, pero así de real. Son los tiempos que corren, no hace falta recurrir a la cita obligada de la sociedad líquida baumaniana, pues de pedantes quedaríamos y se nos tacharía.

Fue tal la barbarie asesina y la vesania del ser humano que hemos olvidado y algunos de aquellos verdugos se regocijan en las miserables vidas de disparos en la nuca, ametrallamientos, coches bombas y secuestros y extorsiones que cometieron. Y de los que muy pocos verdaderamente se han arrepentido. Pero solo el olvido es el que vuelve a asesinar, una y otra vez. Miles de familias rotas, cientos aún de atentados sin esclarecer. Prescripciones letárgicas que dejan impune el crimen, pero no moralmente.

Poco o nada hemos aprendido en este salto al vacío que ha sido el pasar página sin memoria y sin relato. O tal vez nos equivocamos, solo ha habido un relato. El silencio hacia las víctimas y el recuerdo solo se ha quedado en la orilla de las lágrimas de quiénes verdaderamente han sufrido en carne propia el desgarro y el dolor de una tragedia que debería ser o haber sido siempre inhumana, pero desafortunadamente fue muy humana con sus punzones de muerte, disparo y tragedia.

Han pasado muchos años, pero no podemos olvidar. Han muerto muchos cientos de inocentes, en nombre de la nada, de la vaciedad mezquina de la nada de los verdugos y los cómplices que jaleaban y aplaudían y llenaban las calles con sus vociferios de miedo y terror en llamas de autobuses.

A medida que pasan los años, todo se diluye, todo se confunde en la niebla de los recuerdos. Es la condición del ser humano y la fragilidad de la mente, que no de la memoria, cuya capacidad abarcadora escapa casi al cálculo humano y que solo empleamos muy marginalmente. Al lado del olvido está el perdón. Muchos dicen que son incompatibles, que perdón y olvido no se abrazan, o incluso que sin olvido no puede haber un verdadero perdón. Más allá está el odio, los sentimientos en general, el rencor y un largo etcétera no solo lingüístico y metafórico, en cuanto real a la esencia misma del ser.

No olvidéis ni cambiéis el relato. Ya no tengáis miedo, ya no disparan; pero quieren cambiar la historia. Fueron derrotados, todavía no han pedido perdón. Siguen distinguiendo entre unas víctimas y otras. Algunos lloraron una vez aquel maldito «uno de los nuestros», pero los muertos eran todos nuestros. Son cientos de familias rotas; porque las lágrimas se quedaron en las familias: en padres, hijos y nietos asesinados. Fueron casi 850 muertos, vilmente asesinados. Dos veces, primero con el tiro en la nuca o el coche bomba, la ráfaga, luego con el olvido y la amnesia de una sociedad anestesiada. No permitamos una tercera, cambiando un relato. La verdad, la que han sentido en sus carnes quienes sintieron el terror de cerca, quienes conocieron el desgarro que provoca la muerte, el arrodillamiento, el silencio cobarde, cuando no cómplice.

Es tanto el daño y el dolor traspasado que te inmuniza frente a aquellos cachorros hoy ya adultos y padres de familia que un día cogieron las armas del odio y la ira, de la vergüenza y la ideología funesta. Porque eso es lo que es una ideología que mata, que asesina, que secuestra, que chantajea. La hidra sangrienta es pasado, pero no olvido. Hay espacio para el perdón. Para la reconciliación, pero no para cambiar la historia dramática. Algunos etarras sí sentirán arrepentimiento. Otros no. Como sus acólitos que les jaleaban en las calles con aquel miserable «Eta, mátalos» o «devuélvenos la bala» con que se aterrorizó a los familiares de las víctimas. Perdón sí, olvido, jamás. Ese día volveríamos a morir.

Abel Veiga Copoes Decano de Derecho de ICADE.