
Tribuna
La nostalgia y los gallegos
Sus frailes guardan entre sus etéreos y sólidos muros, una gran parte de la memoria de su orden. Para quien no la sepa, es una orden que tiene un voto adicional. Consiste en su compromiso de intercambiarse por los cautivos y rehenes que no puedan ser rescatados de otra forma
La nostalgia es una sensación agridulce. Se basa en la memoria. En general suele consistir en una suave tristeza anímica, generada por el recuerdo agradable y cariñoso de personas, momentos y situaciones.
Esta definición puede aplicarse a la generalidad de los humanos, con una significativa excepción: los gallegos. Constituyen una de las variedades más curiosas de la especie humana. Desde luego a mí me parecen los más especiales de los españoles.
En Galicia existen varios tipos de nostalgia. Pero la más extendida se denomina «morriña» y tiene un componente fundamentalmente geográfico. Hace referencia al recuerdo agridulce de lugares y paisajes. Espadañas, cementerios, pazos, praderas y bosques, independientemente de cualquier marco temporal. Quiero decir con esto que los gallegos pueden experimentar morriña incluso con pocos días de ausencia de su aldea, su valle o su tasca favorita. No digamos cuando su alejamiento dura años.
Tiene dos dimensiones: una local y otra regional. La local puede suceder incluso cuando van al médico a la capital de la provincia de su aldea. Suele ser de carácter leve. Nada comparable con la intensidad de la que experimentan en cuanto atraviesan las fronteras de su hermosa Comunidad Autónoma. Hay quien dice que se debe al paisaje verde y accidentado. Yo no lo creo, porque la experimentan incluso cuando visitan la vecina Asturias, igualmente quebrada y verde.
Me vinieron a la mente estas reflexiones mientras visitaba el imprescindible Monasterio de San Juan de Poio, uno de los más interesantes de una Galicia pródiga en tales monumentos. Situado a las puertas de la fértil y deliciosa comarca del Salnés, encierra muchas sorpresas. Es una de las sedes más significativas en España de la Orden de los Mercedarios. Sus frailes guardan entre sus etéreos y sólidos muros, una gran parte de la memoria de su orden. Para quien no la sepa, es una orden que tiene un voto adicional. Consiste en su compromiso de intercambiarse por los cautivos y rehenes que no puedan ser rescatados de otra forma.
Otra interesante sorpresa, es que en su interior se encuentra la tumba de santa Trahamunda. Esta santa, de nombre rotundo y polisilábico, resulta ser la patrona de la morriña. Ni se me había pasado por la imaginación que existiese tal patronazgo. Y eso que como católico viejo que soy, suelo encomendarme a patronos para todos los gustos. Aunque especialmente debo recurrir a San Judas, patrono de las causas imposibles, para que me apoye en los desastres que soy proclive a provocar.
Parece ser que nuestra monja era novicia en un monasterio situado en la isla de Tambo, en la ría de Pontevedra. Fue secuestrada en una inclusión realizada por piratas musulmanes hacia el año 800, en tiempos del Gobierno de Abderramán I o de su nieto Abderramán II, cosa que las crónicas no dejan claro. El secuestro de doncellas fue una práctica habitual de los saqueadores de la alta edad media. Magiares, normandos y árabes la practicaron en abundancia. Para los musulmanes constituía una verdadera obsesión. En el caso de España lo acredita Yeyo Balbás en su excelente libro «Hambre, Espada y Cautiverio». Basado en fuentes islámicas ha demostrado la exportación (así, como suena) de miles de muchachas hispanas hacia los harenes de la Siria Omeya tras la conquista árabe en el siglo VIII.
Trasladada a Córdoba se negó a ingresar en el harén del Abderramán de turno, lo que le supuso un duro e interminable cautiverio. En los monasterios de aquellos tiempos solían ingresar mujeres enterizas, de la estirpe de las mártires cordobesas de nombres evocadores: Aurea, Benilde, Flora, Laura, Alodia, Pomposa. La mayoría entraban impulsadas por su devoción al Señor del Evangelio. Otras, en cambio porque los cenobios femeninos constituían un ámbito de libertad para las que no querían aceptar la imposición de matrimonios con los elementos masculinos poco recomendables que abundaban en la época.
Durante su largo cautiverio Trahamunda debió experimentar un considerable nivel de morriña que probablemente contribuyó a reforzar la firmeza de sus convicciones. Refugiada en la oración rezó un 23 de junio pidiéndole a Dios encontrarse en Poio al día siguiente, festividad de San Juan Bautista. Un ángel le entregó una rama de palma, con la que se transportó milagrosamente a su añorada Galicia. Allí volvió a su convento donde plantó la palma. Hay noticias de que la palmera que germinó aún se conservaba a finales del siglo XVI.
Una curiosa y poco conocida historia, de la que resta un vetusto sarcófago de piedra en la capilla dedicada a la Santa. Supongo que como la nostalgia es un sentimiento ambivalente, la intercesión de la Santa podría impetrarse tanto para solicitar su mitigación como su desaparición. Pueden ustedes elegir. Pero no dejen de visitar Poio. Merece la pena.
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