Aquí estamos de paso
En plena inundación
Estamos ante la mona de un intento de limitar daños políticos de la crítica al Gobierno, aunque se vista de la seda de una supuesta exigencia de cifras y letras transparentes
Sostiene el maestro Miguel Ángel Aguilar que lo que más se necesita en las inundaciones es precisamente el agua. El agua potable. Y estos son tiempos en que sufrimos una enfermiza inundación de información. Los que nos dedicamos al oficio de contar historias de manera profesional sabemos muy bien cuál es la diferencia entre esa bobada que algunos llaman periodismo ciudadano y el ejercicio riguroso de la información. Se llama compromiso. Compromiso con el lector, el oyente o el espectador; compromiso con la noticia, con su seguimiento, con el relato ajustado y preciso, con la medida de sus consecuencias; y compromiso con el rigor y la exactitud. El agua potable de la actual inundación es el compromiso. Algunos entienden a veces que ese compromiso es con una ideología o una posición política, otros disfrutan de la infantil majestad de la cercanía al poder, y muchos también limitan su capacidad a las dependencias políticas o económicas de sus medios. Pero ni siquiera en esos casos pierden la perspectiva de la audiencia, aunque solo sea porque es ella la que les mantendrá o les hará caer. En realidad, todos, absolutamente todos, tenemos una responsabilidad necesariamente asumida: constituimos la herramienta ciudadana para el ejercicio de un derecho universal fundamental, el derecho a la información. El pomposamente presentado como Plan de Acción por la Democracia alumbrado por el Consejo de Ministros y rumiado por Sánchez en su retiro de fin de semana mientras se lamía las heridas de las informaciones en torno a su señora, constituye un agravio a los profesionales de la información que entendemos el oficio como un compromiso con los ciudadanos. Un deber no escrito que a menudo (en realidad casi siempre) implica situarse frente al poder político en la información, el análisis y la crítica. Al que asó la manteca se le ocurre que el mayor riesgo para el derecho ciudadano a la información es precisamente la élite gobernante, tan poco amiga de contrapesos y reacia a controles. Ese, que es un rasgo universal de carácter de los poderes ejecutivos, tiene en España acentos de singular filo, de plomiza constancia. No hay más que echar un vistazo reciente a la hemeroteca para volver a constatar que aquí cabe gobernar sin el Parlamento si uno pierde la mayoría que lo elevó, cabe situar en las instituciones públicas a gente política y emocionalmente afín, cabe identificar (aunque hay que reconocer que esto ya viene de lejos, Pujol era un maestro) la crítica con el ataque personal y cabe también dar un puñetazo en la mesa y anunciar una «política mediática» por parte del Gobierno sin enrojecer lo más mínimo.
Estamos ante la mona de un intento de limitar daños políticos de la crítica al Gobierno, aunque se vista de la seda de una supuesta exigencia de cifras y letras transparentes. No hay tal. No es ese el objetivo, porque es innecesario. Básicamente porque aquí no mandan los medios, sino el público. Es él el que determina qué y cómo escuchar, cuándo y desde dónde. Un público, por cierto, cada vez más alejado de los medios convencionales que ahora quiere tutelar el Gobierno. Seguirá la inundación pero, si lo de ayer alcanza su objetivo, que supongo que no, se estará en realidad limitando un derecho que no es de los medios y se estará cerrando el grifo del agua potable tan vital, tan necesaria.
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