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Tribuna

El secreto de la «operación Vultus»

Los niños habían sido determinantes en la exploración de cuevas con arte rupestre, revelándose mucho más capaces que los adultos para descubrir trazos sobre sus paredes de piedra

El secreto de la «operación Vultus»Barrio

Tenían tres y cuatro años cuando llevé a mis hijos por primera vez al Museo del Prado. Así, a botepronto, no parecía una excursión fácil. Martín apenas estaba interesado en montar juguetes de Lego, y Sofía, más vivaz, solo se quedaba quieta si en la tele se asomaban Manny Manitas o los Little Einstein. Yo conocía bien la colección de pinturas –llevaba meses visitándola para completar una de mis novelas– y tenía un «arma secreta» que quería poner a prueba, así que insistí. En la galería principal, delante del impresionante Lavatorio de Tintoretto, colgaban dos cuadros casi idénticos. El primero era un Tiziano pintado hacia 1550. Mostraba a Eva alargando su brazo hacia el árbol de la ciencia del bien y del mal, donde una serpiente con torso de niño le tendía la manzana del pecado. Adán estaba a su lado, sentado, tratando de detenerla. El segundo era una copia firmada por Rubens. Su Eva era la misma, pero Adán ya no miraba a los ojos a su compañera y un enorme loro parecía vigilarlos desde las ramas.

Ambos lienzos iban a permitirnos jugar a encontrar las diferencias. Funcionó. Nos pasamos casi cuarenta minutos frente a ellos sin que se quejaran una sola vez de lo duro que estaba el mármol donde nos habíamos sentado o lo «aburrido» que era mirar durante tanto tiempo dos imágenes estáticas. Me sorprendió, eso sí, las cosas en las que se fijaron. En el Tiziano, Sofía se detuvo en unas nubes grises al fondo de la escena; eran mucho más oscuras y densas en el Rubens. «Ahí va a llover, papá», soltó. Martín, en cambio, no podía quitarle el ojo al «niño-serpiente». En uno, miraba a la manzana. En el otro, a Eva.

Aproveché entonces para contarles que en el Génesis no se menciona la manzana, y que si los pintores la representaban una y otra vez en sus obras era porque, en latín, malum –lo malo– se parece fonéticamente a mela, manzana. «¿Entonces la manzana mordida que llevas en el teléfono es porque es malo?», indagó Martín haciendo una asociación simbólica que me dejó perplejo.

Faltaban aún algunos años para que se publicaran los resultados de un estudio científico realizado con niños en el Rijksmuseum de los Países Bajos. En octubre de 2024, Scientific Reports publicó el trabajo de diez investigadores que habían entregado a pequeños de diez a doce años gafas para mapear los lugares en los que se detenían sus ojos. A un grupo lo invitaron a leer las cartelas del museo –casi siempre orientadas a adultos–, a otro le dieron un texto adaptado a su edad en el que se contaba una historia del cuadro y, al tercero, se los dejó a su aire. Los datos mostraron que los niños que leyeron las cartelas y los que iban sin guía, dispersaban su mirada en la obra sin detenerse en nada. Pero, en cambio, los que fueron tutelados por un «cuento» habían focalizado durante largo tiempo su percepción, a veces en lugares inesperados.

Eso fue exactamente lo que les pasó a mis hijos aquel día. De hecho, repetimos la experiencia con otras obras. En ocasiones nos dedicábamos a buscar objetos concretos en las telas –quesos, pájaros, flores o notas de papel, por ejemplo–, y en otras jugábamos a ponerles voz a los gestos de los caballeros de Las lanzas o a los espantos del Jardín de las Delicias. Fue entonces, en una conversación accidental con un amigo prehistoriador, cuando descubrí algo que me asombró de veras: que los niños habían sido determinantes en la exploración de cuevas con arte rupestre, revelándose mucho más capaces que los adultos para descubrir trazos sobre sus paredes de piedra. «¿Y de qué te extrañas?», me interpeló, «¿no sabes que, en realidad, fue una niña, María, la hija de Sanz de Sautuola, la primera que vio los bisontes en los techos de Altamira? Su padre no los descubrió antes porque su mente estaba educada para no verlos, pero la de su pequeña era libre…».

El comentario me dejó meditabundo. ¿Cuándo deja de estar «libre» el cerebro de los niños? ¿En qué momento la educación cercena nuestra capacidad de ver cosas que se nos harán invisibles de adultos? ¿Era eso lo que los neurólogos llaman «la poda sináptica» y que empieza a dejarse notar a los siete años, empujándonos a la madurez cerebral? Esas preguntas se convirtieron en una preocupación íntima, y brotaban cada vez que regresaba con mis hijos al Prado. Hasta que un día –en el ya lejano verano de 2013, con ellos a punto de abandonar la infancia–decidí llevarlos a pasar un mes a las cuevas rupestres de Cantabria y Asturias. Las recorrimos casi todas. Mientras los pequeños se ensimismaban ante rocas donde parecía no haber nada y jugaban a encontrar siluetas de animales como quien las intuye entre las nubes, yo tomaba nota de sus reacciones. Descubrí que, en efecto, y como más tarde formularían los científicos holandeses, si los niños entraban en una cueva tras escuchar un relato sobre los pequeños que marcaron esas cavernas con sus manitas decenas de miles de años atrás, «sintonizaban» mejor con el lugar y su mirada se afinaba.

Llamé a aquello «operación Vultus» –de «mirar», en latín– y fue la semilla de la que ahora ha brotado mi nueva novela, El plan maestro. Escribirlo ha sido como aprender otra vez a mirarlo todo.

Javier Sierraes premio Planeta de novela. Su nuevo libro se publica el miércoles.