Tribuna

Symposion: elogio de la cafetería universitaria

Además de sus aulas, nada «humaniza» más la universidad, en su sentido básico de comunidad esencial, que esos lugares para «estar juntos»

Muchas son las facetas de la universidad desde su fundación. Últimamente, con cada reforma, hay una búsqueda de modelos, muchas veces por imitación de otras tradiciones culturales. Nada que ver nuestra universidad, por ejemplo, con la estadounidense, con sus donantes millonarios y tasas exorbitantes, o con la pompa de la inglesa y sus «high tables». La universidad española parece tradicional, pero no es inmune a las modas ni a la polarización sociopolítica que nos atenaza continuamente. Pero hay unas bases comunes y humanistas que nunca hay que olvidar. Las glosaba Ortega en una triple misión, de transmisión de cultura, enseñanza de profesiones e investigación científica, en una institución milenaria que debe «humanizar la ciencia». Para eso, es crucial hacer comunidad.

Cuando surge esta institución venerable lo hace como comunidad de profesores y estudiantes en búsqueda del saber y la verdad. Ya en la Antigüedad se puede sondear su primer germen en la tradición de la Academia platónica. Luego, como es sabido, la «universitas studiorum», «panepistemion» o «estudio general» se constituye en la Edad Media a partir de esa comunión primigenia de maestros y discípulos agrupados en los diversos saberes, del trivio y el cuadrivio y de las incipientes facultades, en pos del conocimiento.

Tal es la esencia comunitaria de la universidad. Algunas añejas palabras griegas la reflejan bien: primero «synousía», ese «estar juntos» de maestros y discípulos en la búsqueda del saber. Una preposición o preverbio, «syn» («con», «juntamente»), y un sustantivo, «ousía», del verbo «eimi» («ser», «estar», «existir») forman un concepto filosófico y mucho más: una manera de estar en el mundo y de vivir en comunidad académica. Platón la usa en la «República» referida a la primordial escuela pitagórica. Luego se reutiliza muchas veces en la tradición posterior de las escuelas tardoantiguas como vocablo favorito para designar la experiencia académica, la coexistencia, convivencia y comunión que crea el espíritu de esta institución educativa, investigadora y transformadora de la sociedad. Eso y no otra ha de ser la universidad.

Pero, además de la “synousía” en las aulas, la universidad es también “symposion” y “syssitía” (el “beber” y “comer” en comunidad), otras dos palabras griegas que comienzan con ese primer elemento que designa lo común, lo que aglutina, lo que nos une. No hay universidad sin bebida y comida en común: pienso en el simposio platónico, por cierto, pero también en los grandes refectorios medievales, con la lectura y discusión de los textos. Hoy lo hemos heredado en la palabra “simposio” como reunión científica: esta siempre incluye, como momento de distensión creativa e intercambio académico, la pausa de comida, vino o cafés en común.

Hoy, en nuestras modernas facultades, la comunidad universitaria muchas veces se perdería un tanto entre burocracias, horarios, papeleos y gestiones inacabables –que harían del profesor un gris funcionario sobrecargado y del estudiante una especie de joven ejecutivo «online» sin tiempo para nada– si no fuera por esas míticas cafeterías universitarias. Hay que pasar tiempo en ellas, en el bar de estudiantes, en el restaurante de profesores: unos y otros comparten y hablan de los exámenes o las clases que preparan en el mejor espíritu convival. Junto con bibliotecas, aulas, despachos, librerías o campos deportivos, que cuidan del «corpus sanum» de nuestra comunidad, la cafetería de la facultad se me antoja fundamental para la «synousía». E igual que hace falta un buen librero universitario, el personal de cafetería es una pieza clave para la institución. Por desgracia, se pierden las viejas glorias en ambos sentidos y las universidades, más atentas al ahorro económico, cada vez confían más en grandes contratas, multinacionales y «caterings» de conveniencia, «fastfood» y servicios «lowcost». Las prisas y el mercantilismo son malas compañías para la universidad.

Quiero recordar un caso concreto que me atañe sobre todo en lo sentimental. Peligra la legendaria cafetería de la Facultad de Filosofía y Filología de la UCM. Gestionada brillantemente desde hace 45 años por una estupenda contrata, la empresa familiar Ruzafa, con increíbles profesionales como José Luis, Alfredo, los Juanes, Lien, Rocío, Inma o Jonathan, se ha hecho imprescindible en nuestros simposios, debates, proyectos de tesis y de investigación, entre clases y exámenes. Sus responsables –algunos de los cuales también han pasado por las aulas de la facultad– han sabido atraer con su cocina, su carisma y su buen hacer a profesores y estudiantes, incluso desde otras facultades y universidades. Pero hoy la emblemática cafetería del «edificio A» de filosofía y letras de la UCM corre riesgo de desaparecer al haber perdido absurdamente la concesión: si nadie consigue remediarlo, prevalecerá una vez más la lógica mercantilista del mejor postor y el «catering» rápido ante la calidad y la calidez de un lugar entrañable para el «symposion» académico y vital de varias generaciones. De ahí este sentido elogio de la cafetería universitaria. De la buena librería, otra especie en peligro de extinción en nuestro hábitat, hablaremos otro día. Además de sus aulas, nada «humaniza» más la universidad, en su sentido básico de comunidad esencial, que esos lugares para «estar juntos».