Tribuna
Teatro de muerte
África sigue ahí. El gran continente jamás olvidado pero sí donde algunos han posado nuevamente sus ojos interesados, en sus recursos, infinitos, pero no en sus sociedades ni en el bienestar de éstas
El pasado domingo, en Roma, durante el Ángelus, Francisco, el Papa de los pobres y Papa de todos hizo un llamamiento a los gobiernos europeos pero también africanos pidiendo ayuda para los miles de migrantes atrapados «en medio de sufrimientos indecibles» en las zonas desérticas del norte de África. No es la primera vez que África, que la migración, que la pobreza, desnuda y descarnada con su rostro henchido de dolor, está en sus discursos, en su ser interior, en su grito de esperanza pero también aguijón a las cómodas sociedades ricas con el corazón gélido de solidaridad. No hace muchos meses en el Congo acuñó aquella dura frase «quitad vuestras manos de África» en esa denuncia a cierto colonialismo económico que sigue imperando y seguirá. Son frases que suenan y martillean como un aldabonazo en nuestras conciencias. Frases que evocan y tienen presente el sufrimiento indecible de miles y miles de subsaharianos que migran a través de un continente entero para alcanzar una tierra prometida tras un mar inhóspito, alambradas y desiertos.
Francisco exhorta, clama, llama, denuncia, implora, eleva su voz y su grito para despertar nuestras aturdidas conciencias. Pero el eco a veces no se resuena en las viejas cajas de resonancia en las que hemos ahormado nuestra indiferencia. Al contrario. Miramos con ojos que no quieren ver, escuchamos con oídos que no quieren oír. Y no sentimos ni compasión ni solidaridad alguna. Apenas disimulamos malestar cuando los telediarios o las portadas de algún periódico elevan al primer plano de las conciencias vacías la trágica imagen del desgarro de la muerte o los cuerpecillos inertes en orillas envueltos en un oleaje mortuorio como la del pequeño Aylán. Durante días fingimos piedad y compasión, dolor y desgarro que se evaporaron como las burbujas que en la arena dejan las olas al atardecer cuando retira su bravura impía.
Mar mediterráneo, mar de esperanzas pero también sarcófago impenitente de miles de sueños rotos y destruidos en la noche de los naufragios. Silencio frío, cortante y distante. Y a este lado no vemos, no queremos. No sentimos. No lloramos. Al otro, tampoco lloran porque sus seres queridos sueñan que los suyos lo han logrado. Sin saber, sin ser tan siquiera, esperando tal vez, simplemente volver a ser en una Europa que no regala nada y que encierra desprecio y racismo en ocasiones, indiferencia y soberbia en otras.
Y es que en esta gran coreografía nada mejor que llamar a las cosas por su nombre: teatro de la muerte. El que separa el abismo del ser humano. El que rompe y rasga el ama desgarrada por la explotación del propio ser humano. El que nos empequeñece en nuestras miserias mundanas y nos ahoga en la nimiedad de la nada más indiferente. Una y otra vez se repiten las tragedias. Las muertes. Las imágenes dantescas de cargas policiales. Silencios ministeriales. Atropellos a los derechos humanos. Las vallas con sus cuchillas cortantes y desgarradoras. Las imágenes de la vergüenza porque tal vez todo el mundo es hoy ya un teatro de ilusiones y miserias, de vaguedades y silencios impostados donde el otro, el diferente, el pobre, el migrante es negado por la sociedad rica y opulenta, envejecida y ensoberbecida y que se siente superior.
Nos falta humanidad. Nos falta corazón y nos sobra impostura y vanidad, egoísmo y hedonismo. Solo el yo importa, pero es un yo no compartido. Sin compañía -cum panis-. Nos hundimos en el fango de nuestras propias arrogancias vacuas y estériles. De nuestros problemas que no lo son cuando en frente es la lucha por sobrevivir y comer, por la libertad y la justicia las que atenazan al que sufre, al que llora, al que pasa hambre. Pero ese rostro es opaco en nuestro hieratismo de vida. Silente y oculto. Somos cómplices silenciosos. Estertores de una agonía de indiferencias y lágrimas secas. Pues ni siquiera somos capaces de llorar por el otro, por el prójimo. El que no nos importa.
En ese teatro Francisco reza, llama, exhorta y nos recuerda como una parte de la humanidad sufre, carece de todo, se ignoran sus derechos, el derecho a vivir, la dignidad del ser humano a vivir una vida plena. Palabras sin embargo que allí, pero también aquí, adolecen para muchos de fondo y trasfondo. Mundo rico. Mundo a veces solidario, a veces ignorante y ciego. Y sin embargo tanto o más necesitado que el mundo pobre. Necesitado de la redención de ser y sentirse humanos. De la dignidad de la vida en una vida con sentido y desde los sentidos.
África sigue ahí. El gran continente jamás olvidado pero sí donde algunos han posado nuevamente sus ojos interesados, en sus recursos, infinitos, pero no en sus sociedades ni en el bienestar de éstas. Gobiernos títeres. Corrupción. Silencio. Complicidad. Y donde simplemente, nadie compra entradas para ese teatro de muerte en el desierto y en la mar del que migra y no lo logra. Silencio, y sin embargo, aplauso en platea.
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