El ambigú
Todo tiene un límite
Los insultos son el refugio de los que han perdido toda la razón
Esta semana hemos sido testigos de un lamentable espectáculo en el Congreso, donde diputados insultaron a miembros del poder judicial, tachándolos de prevaricadores, una conducta rayana en la calumnia. Según el art. 71 de la Constitución, los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, una prerrogativa crucial para la democracia y un avance significativo en la garantía de prerrogativas parlamentarias, más allá de una mera protección subjetiva como en el parlamentarismo inglés.
Ahora bien, este carácter absoluto de esta prerrogativa se manifiesta siempre ad extra de la correspondiente cámara parlamentaria, pero no ad intra, de tal suerte que en el ámbito interno los presidentes de las cámaras disponen de una potestad disciplinaria que puede y debe ser ejercida cuando como es el caso se profiera un insulto o una infamia de esta clase, clara extralimitación de lo que requiere la finalidad del debate. Concretamente el art. 103 del Reglamento del Congreso dispone que los diputados y los oradores serán llamados al orden, entre otros casos, cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o a sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad; esta potestad se ha considerado compatible con el privilegio de la inviolabilidad, y en cierta medida es el límite de la misma, tratando de evitar los excesos a que podría dar lugar aquella; así ya en la STC 51/1985 se establecía que la inviolabilidad por las opiniones vertidas debe verse necesariamente contrapesada por la sujeción a la disciplina parlamentaria. Queda claro que el presidente está obligado a corregir toda ofensa grave para una persona presente o ausente y que no sea indispensable para exponer un argumento o esclarecer un hecho, y ello por supuesto, con la máxima prudencia y teniendo en cuenta los valores constitucionales.
En mi opinión, estas calumnias, como es imputarle a un juez el delito de prevaricación, lo más contrario a la esencia de la correcta administración de justicia, no eran ni indispensables ni necesarias en el debate en cuestión, sino todo lo contrario, incurriendo en una desmesura inapropiada en cualquier parlamento democrático del mundo. Como decía Sócrates «cuando el debate se pierde el insulto se convierte en el arma del perdedor», y no me cabe la menor duda.
Por parte de la Presidencia del Congreso se ha expresado que no tiene intención de «pasar el tiempo censurando a los diputados», indicando que son los propios diputados los que deben moderar su lenguaje y ser más respetuosos, y respecto a esto último tiene toda la razón, pero respecto a lo primero, conviene recordar la obligación que impone el precepto del reglamento antes citado. Mas lo grave no son los insultos en sí mismos, que podrían pasar por meros excesos verbales en un debate parlamentario, sino que puedan estar movidos e inspirados en una intención de influir en la interpretación de la futura ley de amnistía y, de paso, cuestionar la independencia y profesionalidad del poder judicial.
Estamos ante un escenario que refleja tensiones políticas significativas en España y plantea cuestiones sobre la relación entre los poderes legislativo y judicial, así como sobre la conducta apropiada de los parlamentarios en el ejercicio de sus funciones, cuestiones que deben ser abordadas cuanto antes. El respeto es el lenguaje de los debates productivos; los insultos son simplemente ruido, y no me cabe la menor duda de que en los debates, los insultos son el refugio de los que han perdido la razón y algo de eso está ocurriendo. Decía Albert Einstein que todo tiene un límite, excepto el conocimiento, y yo añadiría que tampoco la educación.
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