Tribuna

Tragedia en el Jónico

La tragedia, el desgarro de cientos de personas que mueren en las costas de la Europa del sur, pero Europa rica, no nos quiebran ni rasgan el alma, ni siquiera la conciencia

Otra vez la muerte se agazapa en la mar. Otra vez la muerte, inmisericordemente inhumana pero humana en el fondo, se ha llevado la vida y los sueños de cientos de inmigrantes. El rostro golpeado de la pobreza, de la miseria, de la desnudez. Vidas truncadas ante la indiferencia de todos. De la soberbia de naciones ricas que miran con indiferencia el alma desgarrada de pueblos y sociedades condenadas a dictaduras, satrapías y oligarquías de poder que se reparten propiedades, recursos, riquezas. Siempre lo mismo. Francisco, el Papa de los pobres y de una Iglesia pobre, hace ya casi una década, en su primer viaje fuera de Roma, fue a la isla de Lampedusa, alzó su voz y su mirada al mundo proclamando «es una vergüenza», es nuestra vergüenza indómita y recurrente, cínica y amnésica.

Europa y Occidente siguen naufragando en su crisis, de identidad, de valores, económica. No nos importa nada ni nadie, salvo el yo, prisioneros de una oquedad inhumana y que nos asfixia como personas. La tragedia, el desgarro de cientos de personas que mueren en las costas de la Europa del sur, pero Europa rica, no nos quiebran ni rasgan el alma, ni siquiera la conciencia. Esta vez es en el Jónico, bañando la costa griega. Se tema que en aquél barco hubieran podido viajar 700 personas. No aparecen niños y mujeres que se dice iban en las bodegas. Es el drama de la pobreza, pero es el drama de una desoladora Europa. Un mar lleno de cadáveres. Un barco con cientos de vidas que esperaban, que soñaban, que anhelaban una vida mejor. Pero aquí, aquí, nadie regala nada. Paraísos de indiferencia, de vacíos, de hedonismos fútiles.

¿Qué espera Europa, qué más tiene que pasar para que tomemos conciencia de una realidad aciaga, dura, trágica? Terrible. ¿Qué hacemos por los países pobres de África? ¿Qué estamos haciendo allí, consintiendo, apoyando? No queremos ver, somos ciegos viendo, somos sordos escuchando, somos fantasmas sin voz, ni conciencia, ni alma, ni fuerza, ni coraje. Cuánta miseria. Porque la indiferencia nos ahoga también, nos hace naufragar como sociedad, como pueblo, como padres. ¿Qué tenemos que enseñar a nuestros hijos? ¿Qué decirles?

Vergüenza, sí, vergüenza, pero miramos hacia otro lado. Siempre lo hemos hecho. Lo seguiremos haciendo. Así somos. Miles y miles de inmigrantes han muerto ahogados en la noche de las lunas rotas, sin lágrimas, sin sentimientos. Rumbo a la tierra prometida, esa tierra que no regala nada, indolente y que apenas da oportunidades. El rico Occidente, egoísta y meditabundo, ensoberbecido y embriagado de sí mismo. Aguas de Canarias, aguas mauritanas, libias, italianas, griegas, aguas del frío y gélido Atlántico, del meditabundo y tranquilo Mediterráneo, zozobra de pateras y ceguera de patrulleras con banderas de indiferencia que miran a otro lado. Mafias rutilantes y tráfico humano, cadenas de esclavitud y miseria del siglo XXI. Todo es dinero y una densa niebla de silencios cómplices y miradas furtivas. Tierras de escarnio, crisol de culturas, ocio y abundancia, de trabajo y vanidad. ¿A quién le importan estas muertes sin rostro y sin gritos que escuchemos? ¿Quién llora?

Sin papeles, a la intemperie de sus derechos y dignidad humana, potenciales explotados por algunos sin escrúpulos. Solo eran inmigrantes, sin nombre, sin rostro, sin futuro. Solo eran eso para algunos miserables. En busca de una oportunidad, pero tras ello se ocultaba sigilosa y, a la par, acechante la muerte. La tragedia y la bravura del mar los abrazan impunemente. No los indultan en su oleaje de vida y muerte. Nadie los llorará de este lado, y quizá del otro nunca se sepa que ni siquiera murieron ahogados. Y la mar cruje de saciedad y vomita los cuerpos descarnados. La mar, principio y fin, cruel, reacia e inhumana. Dolor ajeno, dolor humano, tragedia sin límites. La misma historia, historia que no es apenas noticia. No interesa. Es cruel, es rasgadora, como el tenue hilo que separa la vida de la muerte. Así es la mar, caprichosa incluso para escoger a sus víctimas. Los hijos de la noche, desnudos como la mar, sin historia, sin presente y ya sin futuro. Abrazados con la espuma de las olas, bajo el rugido áspero y seco rompiente de la mar. Teñida nuevamente de negro, cual negra sombra.

Pero no, no es noticia; y si lo es, esta es incómoda, molesta y rápidamente olvidadiza. No consume, no impacta; la resistencia a la sensibilidad es sublime, debe serlo, pero de hierro en nuestras acomodadas vidas. No nos atañe, eran infelices inmigrantes. No parece que nos importe. No sentimos, no compartimos, no nos duele lo ajeno, apenas ni siquiera lo próximo y familiar. Somos pétreas figuras de rigidez e insensibilidad. Nuestro mundo se circunscribe a nuestro único interés. No importa el otro, lo otro, lo distante. Nada nos afecta. Francisco exhortó, ejemplificó. Nosotros preferimos recostarnos en el lado más egoísta y hedonista de la vacua indiferencia.

Abel Veiga Copoes Decano de Derecho de ICADE.