Ministerio de Justicia

Agitadores y jueces

La Razón
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Eran los años de plomo y el entonces presidente del Gobierno criticaba el escaso compromiso de la Judicatura contra el terrorismo. El también entonces presidente del Tribunal Supremo respondió y su respuesta fue que a los jueces no les corresponde luchar contra el terrorismo, sino juzgar un delito de terrorismo y, según las pruebas, condenar o absolver. Suscribo esa respuesta, pero habría que matizar porque el terrorismo debe también contemplarse como un fenómeno único manifestado en concretos actos delictivos.

Así lo hizo el legislador y de un Código Penal heredero de la España zarzuelera se pasó a otro que trata al terrorismo como una amenaza global, del mismo modo que capta la gravedad de la delincuencia organizada o que, tras la violencia contra la mujer o tras la suma de casos de corrupción, ve unos problemas de fondo que van más allá de cada hecho aislado. Son fenómenos delictivos que evidencian, cada uno en su clase, un denominador común del que se ha tomado conciencia, lo que permite un enjuiciamiento más certero en términos de protección más eficaz de la sociedad.

La sentencia absolutoria de la concejala «asaltacapillas» puede discutirse en términos jurídicos –cómo integra el concepto de «profanación»–, también extender la reflexión a si los tribunales tutelan eficazmente los sentimientos religiosos ante actos vejatorios que ofenden a millones de personas. Pero es un hecho no ajeno a otros que responden a la misma lógica. Son los escraches o la «okupación» de viviendas, fenómenos especialmente odiosos y a veces de equívoco tratamiento judicial. Esa lógica aflora en el movimiento rodea tal o cual parlamento; también en los distintos odiadores que deambulan por las redes sociales: basta advertir, por ejemplo, la comunidad de sentimientos con el mundo radical que destilan los antitaurinos. Y cuando el nacionalismo entremete vemos a la CUP acosando a la Guardia Civil o quemando fotos del Rey o se ataca a los seguidores de la Selección española de fútbol.

Esa lista de actos aislados responde a una misma lógica de agitación que aflora no sólo en lo más potente –lo penal–, sino también en otros episodios de agitación radical de baja intensidad y que toman una coartada social: baste pensar en el movimiento antidesahucios. Son actos que conforman un telón de fondo, un magma alentado desde ese populismo radical izquierdista que sigue una estrategia de radicalización de la vida pública; es ahí donde se capta la verdadera gravedad y dimensión de cada hecho aislado.

La crisis iniciada en 2007 merece un análisis jurídico que vaya más allá de la reflexión sobre el sistema financiero o el Estado del bienestar, su viabilidad, el control de gasto, etc. La anulación, ya sea por tribunales nacionales como de la Unión Europea, de aspectos de lo que se ha dado en llamar «el derecho de la crisis» aconseja ese análisis porque algo debería significar esa secuencia de resoluciones judiciales contrarias a las reformas laborales, fiscales, energéticas, etc. de estos años.

Pero ese derecho de la crisis tiene también su doble vertiente penal: una, la de los que con su sinvergonzonería la propiciaron y otra, la que protagoniza ese trasfondo de agitación populista que toma la pérdida de bienestar como pretexto para inyectar su agenda radical y extenderla a costumbres y sentimientos. Ignorarlo sería miopía, porque no es lo mismo juzgar un acto en apariencia aislado que quemar una foto del Rey, alentar el insulto ante una procesión o acosar a un político que juzgarlos desde la conciencia de que responden a esa iniciativa global y coherente de radicalización. Y más grave sería que desde el denostado uso alternativo del derecho algún juzgador o colectivo judicial se identificase con esa agenda radical y se viesen investidos de la misión de facilitarla.

¿Esto supone criminalizar a todo un movimiento de cambio social? Se puede debatir. De momento no estaría de más que no tanto los que actúan a conciencia de lo que hacen –protagonistas y actores de reparto– como los extras que actúan en sus puestas en escena y los que muestran tanta comprensión buenista reflexionen por qué hay en el ADN ideológico de esos actores un componente que les lleva a discurrir por esas trochas delictivas, de violencia «light».