Literatura

Joaquín Marco

Descubriendo a Blas de Otero

En 1958 le concedieron el Premio Nacional de la Crítica, junto a Ana María Matute, y le correspondieron unas invitaciones para la cena de homenaje. Me cedió una –y aquello cambió mi vida–, porque los organizadores me situaron junto a José Manuel Blecua, quien acababa de obtener la cátedra de Literatura Española de la universidad barcelonesa tras unas reñidas oposiciones en Madrid

La Razón
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En aquella España del servicio militar obligatorio, los universitarios gozaban, entre otros privilegios, el de realizar el servicio militar en los dos últimos períodos vacacionales de sus estudios y sus «prácticas» como alféreces o sargentos de complemento una vez terminados. El campamento de formación militar de Cataluña y Aragón se encontraba en Los Castillejos, en las proximidades de Reus. Ni que decir tiene que, por aquel entonces tan lejano –finales de la década de los cincuenta del pasado siglo– los poetas de referencia en Barcelona eran Blas de Otero y Salvador Espriu. Conectaban con posiciones ideológicas entonces mayoritarias entre la siempre escasa minoría pensante y la poesía, siempre minoritaria, se consideraba como algo parecido al portaestandarte. Los fines de semana se nos permitía llegar hasta Reus, aunque a medida que alcanzábamos cierta veteranía escapábamos a Barcelona. Pero sería en julio de 1956, en el primer y único campamento al que pude asistir, cuando en una escapada reusense me encontré en la calle con José Mª Carandell, sí, el hermano de Luis y escritor como él, en el paseo. Éramos compañeros de curso en la Facultad de Letras (él cursó Filosofía) y siempre seguimos siendo amigos. Fue en este encuentro cuando me comentó si quería conocer a Blas de Otero. Se encontraba en la masía de los Carandell, en las afueras de la ciudad. El padre había fundado el Banco de Reus, que ya entonces había quebrado, y más tarde se convirtió en un narrador en catalán nada desdeñable, que publicaría bajo el seudónimo de Llorenç Sant Marc. Claro está que deseaba conocer a Blas de Otero, uno de mis referentes, como lo era para la promoción de los cincuenta (véase el lugar que ocupa en la colección de poesía Colliure, cuyo responsable fue Jaime Salinas desde las filas barralianas). José Agustín Goytisolo, casado con la entrañable Ton Carandell, había invitado al poeta a pasar un fin de semana, pero parece que llegó a quedarse más de medio año con la familia. Pese a disponer de servicio y ser invitado de honor, Blas se hacía personalmente la cama y limpiaba su cuarto.

Llegamos a la masía hacia media tarde y aprovechamos para dar un paseo por los alrededores de una finca de grandes dimensiones (o así la recuerdo), incluso con riachuelo interior. Blas se mostró muy complacido, aunque poco hablador. Era hombre de muy escasas palabras, salvo en especiales situaciones, de cabello algo entrecano y adusto en todos los aspectos. Su rostro anguloso acentuaba su condición vasca de la que alardeaba sin veleidades nacionalistas. Dos ilustres vascos (el otro era su amigo Gabriel Celaya) compartían trono de la poesía española mal llamada social. Hablamos de su obra y la conversación no se alargó mucho. Yo no dejaba de ser un joven tímido e inquieto aprendiz como tantos. Cuando más tarde se instaló en Barcelona de la mano de Alberto Puig Palau, quien le proporcionó el sustento con escaso sueldo, adscrito a su editorial Barna y a «Revista», una de las varias publicaciones literarias semanales que se vendía en kioskos, nos vimos en diversas oportunidades. En 1958 le concedieron el Premio Nacional de la Crítica, junto a Ana María Matute, y le correspondieron unas invitaciones para la cena de homenaje. Me cedió una –y aquello cambió mi vida–, porque los organizadores me situaron junto a José Manuel Blecua, quien acababa de obtener la cátedra de Literatura Española de la universidad barcelonesa tras unas reñidas oposiciones en Madrid. En aquella cena me ofreció ser su ayudante en la Universidad. Mis relaciones con Blas se prolongaron durante los tres años barceloneses y nos vimos, aunque no con mucha frecuencia. Pero logré conocer a Tachia y, acompañados por Joaquim Molas, futuro historiador de la literatura catalana y el editor y poeta Joaquim Horta, quien más tarde sería mi primer editor, cenamos en la entonces equívoca calle de Escudellers, donde Blas nos enseñó cómo comer sardinas a la brasa con las manos, a lo vasco. Más tarde fuimos a «La Paloma», un local de baile muy popular, donde, en el centro de la pista, había un individuo dedicado a separar a las parejas que bailaban excesivamente juntas.

Pero recuerdo una visita a su medio piso alquilado en el centro del Eixample. Aquel día, tras mostrarme su cuarto franciscano y el ejemplar de «Fortunata y Jacinta», primera edición, de Pérez Galdós que tenía en su mesilla de noche, se mostró abierto y cordial. Fue aquella una larga conversación de la que recuerdo, sin detalles, su sinceridad. Blas había nacido en 1916, por lo que nos separaban muchos años. Pero en aquel entonces había publicado ya el emblemático «Pido la paz y la palabra», en 1955, que circulaba por las aulas universitarias. Aquí, a instancias de Puig Palau, reunió en «Ancia» sus dos primeros libros en los que con más intensidad se transparenta su existencialismo atormentado. Un prólogo de Dámaso Alonso significaba su definitiva consagración y el enlace con aquella generación del 27 que admiró: Vicente Aleixandre, en cuya correspondencia manifiesta complicidades y Rafael Alberti, a quien admiró, así como a Miguel Hernández. Su militancia comunista le condujo hasta China y Cuba, donde contrajo un frustrado matrimonio. En otra oportunidad hablaré de Claire, la misteriosa figura femenina con la que convivió en París entre 1959 y 1960. Sabina de la Cruz, su viuda, vigila celosamente el fuego y la memoria del poeta.