Historia

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El presidente Obama (I)

La Razón
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Hace bastantes años oí decir a alguien que los gitanos no deseaban buenos comienzos para sus hijos. Desde entonces siempre he tenido mucho cuidado con las expectativas que levantamos, con lo que otros puedan pensar debemos hacer o lograr. La prematura concesión del Premio Nobel de la Paz al presidente Obama apenas unos nueve meses después de tomar posesión no habría hecho pues feliz a ningún hipotético patriarca gitano a consultar. Estas ingenuas expectativas –el que iba a conseguir la paz mundial– pronto se vieron aumentadas por el propio Obama cuando prometió suprimir las terribles armas nucleares, esas capaces de acabar con nuestra civilización. Como si el querer fuese sinónimo de poder. Como si sus predecesores fueran tontos y no hubiesen deseado también lo mismo. Si no lo lograron –como pronto iba a aprender el neófito Presidente– fue porque no pudieron, no por ceguera, maldad o debilidad.

Mientras esto pasaba en EE UU, aquí por tierras españolas disfrutábamos también de nuestra ración de ingenua ignorancia a cargo de un Presidente Zapatero con todo por descubrir y que trataba de definir nuestras relaciones exteriores por negación de lo que había hecho su predecesor. Llámese este Bush o Aznar esto es un error. La vida –o la política exterior de una Nación– no son blancas o negras; están compuestas por una larga serie de ingredientes grises. Al final del camino todos los políticos aprenden que sus predecesores –como les pasara a ellos– no se equivocaron en todo. Que la negación absoluta del pasado inmediato, como única luz que nos guíe, no sirve para mantener el rumbo. Al menos no un rumbo prospero para la nave de la Nación.

Otra premisa básica –complementaria de la sabiduría gitana– es que la política exterior es una continuación de la interior por otros medios. Por lo tanto, voy a tratar de compartir con Uds. –en estas líneas– cómo veo algunas de las consecuencias internas para los EE UU del mandato del presidente Obama y les anuncio que en una posterior Tribuna, intentaré desarrollar algunos de los otros resultados –avanzo que mayoritariamente negativos– de sus acciones u omisiones en la esfera internacional. Ambos nos afectan a todos de manera esencial.

Nadie podía soñar –antes– en EE UU tener un Presidente tan cosmopolita como Obama. De padre keniata –y por lo tanto del color de una de las minorías más importantes de América– creció y fue educado en Indonesia. Vivió también en Hawái, que es uno de los más exóticos estados norteamericanos. Su formación le ha convertido en un formidable intelectual, como se comprueba inmediatamente al oírle expresarse como consumado orador. Creo conocer a los norteamericanos, pues he vivido más de siete años entre ellos, y no puedo imaginar en su vida política una persona más abierta que Obama. ¿Entonces cómo es posible que haya una cierta probabilidad de que sea sustituido por el Sr. Trump que representa todo lo contrario? ¿Quién se equivocó, la mayoría que eligió a Obama en su día por dos veces o los republicanos –bastantes– que apoyan a Trump? ¿Qué ha cambiado en América?

Las elites europeas están horrorizadas con la posibilidad de que el Sr. Trump llegue a ser presidente de la nación líder. Sin embargo, pocos que yo conozca se preguntan cómo esta amenaza se ha materializado, por qué Trump tiene tantos seguidores, ¿qué han podido ver en él?

La globalización, la apertura de mercados, los acuerdos de comercio internacional regionales que tratan de ligar cuestiones mercantiles con otras éticas asociadas a cómo se produce, levantan grandes suspicacias en amplios sectores no solo norteamericanos, sino en otros grupos humanos que ven peligrar la personalidad que les define. Hay mucho miedo a lo desconocido, a dónde nos conducirá la globalización. Un extenso sector, básicamente blanco y trabajador no cualificado norteamericano, ve un presidente negro e internacionalista –partidario pues de la globalización– como un riesgo para su puesto de trabajo e incluso su lugar en la sociedad. Ahí es donde entra el Sr. Trump con toda su demagogia, postulándose como redentor contra tanta apertura destructiva: un nuevo «América para los americanos». Como si fuera posible cerrar fronteras sin provocar una recesión mundial y una vuelta a los niveles de pobreza mundiales anteriores a la globalización. Porque aunque la globalización ha aumentado las diferencias entre ricos y pobres –personas y naciones– ha supuesto también una elevación del nivel general de riqueza. Pero esto no es consuelo, ni para los seguidores de Trump ni, por cierto, para los podemitas de por aquí. La globalización afecta no solo a la riqueza general sino a los niveles de información, por lo que amplios sectores –los menos favorecidos– son dolorosamente conscientes de estas diferencias económicas y esto resucita una enorme fuerza adormilada: la envidia.

Así pues un presidente norteamericano representante de una minoría relativamente marginada y que apoya –naturalmente– a una posible sucesora de su partido representante de otra minoría (las mujeres) y también internacionalista ha provocado –desde luego involuntariamente– la aparición de un reacción involutiva de la que tenemos también abundantes muestras tanto en España como en Europa en general. Gente que solo mira hacia dentro, que divide y quiere separarse, que amenaza, que ve el comercio internacional y a la automatización de los procesos de producción como un retroceso laboral y social. Algunos de estos se definen como de derechas; otros de izquierdas. Yo más bien los veo como aquellos que tienen pánico a lo desconocido, al progreso que siempre implica explorar más allá de nuestras fronteras mentales. Que odian a los que no son como ellos. Y al frente de todos ellos, veo al Sr. Trump, que no es un monstruo de ignorancia, sino tan solo un demagogo de primera como tantos populistas como los que sufrimos en las tierras patrias, traídos por la ley del péndulo al haber tratado de derribar vallas de todo tipo.

Seguiremos hablando del Obama exterior otro día.