Joaquín Marco

El señor cambio

La Razón
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Con su habitual retranca, dicen que gallega, Mariano Rajoy acuñó una frase que sintetiza el complejo momento político que estamos soportando pacientemente. Sin embargo, no parece que las complejidades pactistas que llenan los telediarios y las primeras páginas de los periódicos coincidan con el malestar de los ciudadanos. La última encuesta del CIS al menos reflejaba escasas preocupaciones al respecto. Mucho me temo que los españoles hayan decidido, tras la efervescencia política preelectoral, desentenderse de su clase política, incapaz de acordar lo fundamental sin respetarse a sí misma. No es la primera vez que, a lo largo de una tan conflictiva historia como la española, los ciudadanos observan que hasta es deseable funcionar casi sin gobierno, aunque exista el difuminado en funciones. No acostumbramos a pactar e incluso Cataluña, antes calificada despectivamente de pactista, posee un sustrato anarquizante que todavía sobrevive. La CUP, por ejemplo, fue decisiva para apartar a Artur Mas y formar gobierno. En el nunca lejano siglo XIX los bakuninistas colonizaron ideológicamente el Levante español y Andalucía y algo debe quedar de aquellos polvos, más tarde lodos e incluso sangre, aunque hubo un tiempo en el que se consideraba que los enfrentamientos eran fruto de la sangre caliente característica de los pueblos del Sur de Europa. Pero las guerras europeas del pasado siglo vinieron a desmentir en buena medida estas tópicas diferencias. Hay que admitir, sin embargo, que observamos al otro como enemigo si no coincide con nuestras ideas y nos atraen líderes que nos complace destruir en poco tiempo. No resulta extraño en consecuencia comprobar ahora que las formaciones políticas que fueron votadas para poner fin a un deteriorado sistema bipartidista resulten incapaces de acordar y anden a la greña ante una población que, como apuntábamos, no parece esperar mucho de ellas.

Una mayoría de formaciones, conviene advertirlo, optaron por cambios o por el señor Cambio, como irónicamente apuntó Mariano Rajoy, pero no todas apuntaban en la misma dirección. La excepción fue naturalmente el PP, ya que su pretensión era la continuidad y mantenimiento de una política económica en la que había centrado su campaña electoral. El momento político actual –y hasta el 2 de mayo en primera instancia– presenta previsibles incertidumbres. Todos están de acuerdo en el hecho de que llevar a los ciudadanos de nuevo a las urnas supondría el reconocimiento de un fracaso colectivo, pero no cabe duda de que a algunos partidos les vendría bien corregir planteamientos y atraer a votantes descontentos con seudopolíticas postelectorales. Ciudadanos y PSOE parecen haber encontrado tras sus encuentros un documento base que, sin duda, no satisface ni a los socialistas, que se aferran a lo que podría calificarse como centro político, ni a sus socios en parte procedentes de un desgastado PP. Se han ofrecido ya como pareja de baile, pero ni a Podemos ni al PP parece gustarles la música elegida. Los posibles cambios de pareja horrorizan a unos y gustan a otros, porque las posibilidades combinatorias exploradas, pese a la dispersión del voto, acaban reduciéndose a una mera alternativa. Se intentó superar una división tradicional entre derecha e izquierda, aunque, como las aguas pluviales, acaban retomando los cauces habituales. El invento de Albert Rivera y Pablo Sánchez puede entenderse como un experimento de transversalidad en el reducido núcleo centrista, pero no tuvo éxito en los dos intentos oficiales ni parece que las otras formaciones se lo admitan. Los tiempos políticos, sin embargo, transcurren de forma muy distinta a los de otras actividades humanas. Se inician con una exasperante lentitud y finalizan con audaces golpes de mano casi al final de los procesos. El ejemplo del ya tambaleante gobierno catalán se observa como un referente, aunque se asegure discrepar del mismo. Significativamente Cataluña, que parecía en principio el nudo gordiano, ha dejado de interesar y hasta Artur Mas se define ya como soberanista antes que independentista. Convendría preguntarse si el voto de hace poco se ha movido de forma significativa. La mayor parte de comentaristas políticos entiende que repetir elecciones dejaría el mapa resultante más o menos como hoy está. Estaríamos hablando ya de un avanzado 26 de junio, al filo de las vacaciones veraniegas. Dada la velocidad de algunos movimientos internos y externos de los partidos no estoy tan seguro de que no pudiera producirse más de una sorpresa.

Pocos días antes Gran Bretaña habrá decidido salir o permanecer en la Unión Europea, si es que ésta sobrevive a la crisis migratoria, porque la incapacidad de sus dirigentes solo puede compararse a la de los nuestros. El listado de cambios puede o no ser radical, pero la vieja Europa, incapaz de superar los rancios nacionalismos, pide a España que modere los gastos de sus autonomías; es decir, los costes sociales que éstas en su mayor parte controlan. Todo hace pensar que van a incrementarse las desigualdades y recortes, aunque algún día logremos disponer de nuevo gobierno, del color que sea. Los círculos de Podemos tampoco parecen satisfechos del personalismo de un ubicuo Pablo Iglesias. Queda tiempo para ir digiriendo el viejo lema lampedusiano de que cambie todo para que nada cambie. El señor Cambio rezuma escepticismo.